Al final, era cuestión de tiempo. El tiempo necesario para que se fueran definiendo los espacios de cada uno de los actores. Tiempo para recuperar el oremus perdido y encontrar el camino a la política de verdad, más allá de las declaraciones, lo políticamente correcto y el permanente postureo. Y es que durante demasiados años la política española ha sido trastocada por la ausencia de roles definidos, por la confusión consecuencia de la caída del bipartidismo y por el absoluto desapego social que trajo la crisis. La crisis no se llevó sólo el futuro, los bienes o la tranquilidad de millones de familias y personas. También colocó a la política ante el espejo oscuro de su propia incapacidad para resolver lo concreto, para solucionar los problemas reales de la gente, mucho menos para ilusionar a las masas o hacerles creer las promesas de un futuro mejor construido poco a poco, con esfuerzo y entre todos. Las ideas simples y las soluciones milagrosas son más fáciles de vender a un público harto de sacrificios. El populismo, la demagogia y los vicios sociales que creíamos preteridos -la xenofobia, la violencia, el nacionalismo identitario y excluyente, el desprecio a la legalidad- se han instalado en el corazón mismo de la acción pública y amenazan con quedarse. Ha sido como si una tormenta lo hubiera destruido todo y el paisaje que dejó a su paso fuera el de un territorio devastado. Les ha pasado a todos: a la derecha, penetrada hasta el tuétano por los pecados de la corrupción, incapaz de sobreponerse a su pasado rateril, acomplejada y sin visión de Estado. Y a la izquierda socialdemócrata, atormentada por años de retrocesos y desafección, instalada en la autodestrucción de unas primarias infinitas y sobrepasada por el podemismo. Le ha ocurrido a la izquierda comunista, secuestrada por la politología insurreccional, la tentación de asaltar los cielos y el síndrome de la insignificancia histórica. Le ha pasado a los nacionalistas conservadores, instalados en el poder en todos sus territorios, sin saber cómo conciliar la gestión práctica de ese poder con la promesa de una futura arcadia identitaria.

Y aquí estamos, con el país hecho unos zorros, sintiendo el peso de estos días de un ridículo que ya profetizó el gran Tarradellas, y con la vergüenza de sabernos responsables de este desastre.

Hasta ayer. Ayer nos despertamos con el primer síntoma de que la política por fin reacciona y sigue los pasos de esos millones de mujeres y hombres que han salido a las calles pidiendo a sus políticos una solución. Una solución que exige que la ley vuelva a ser respetada, que se excluya a todos los que la incumplen -robando, malversando, prevaricando o desobedeciendo a los jueces-, y que se señale y aísle a los que nos han llevado a este peligroso callejón. Pero también una solución que haga surgir de las entrañas del país un nuevo compromiso con la democracia y con nuestra historia común, una solución negociada y dialogada entre todos los españoles y entre todos los catalanes y que nos permita otros cuarenta años de paz, tolerancia y concordia. Por fin, surge la voluntad común de un nuevo esfuerzo: porque los problemas no se resuelven nunca con la razón de una parte, dado que en todas las partes anidan razones. En las naciones que merecen la pena, los problemas se arreglan desde el respeto a la ley, hablando, escuchando, negociando.

El acuerdo del PP y el PSOE persigue hacer que se cumpla la ley y que hablemos, en ese orden. Porque en una sociedad moderna no puede haber otro orden que el de la legalidad y la palabra.