Mis buenos amigos Teresa Laborda e Isauro me envían sendos correos electrónicos con las manifestaciones del escritor tinerfeño Alberto Vázquez Figueroa, donde afirma que no llorará ni una sola lágrima por la terrible sequía que azota nuestro país. El enfado está originado por el desinterés de la clase política hacia su invento, aquel con el que se podría convertir el agua de mar en potable. Casi pierde su fortuna personal al embarcarse en las pruebas pertinentes de ese proyecto, que, dicho sea de paso, resultaron positivas, y ahora parece que alguien quiere interesarse pero no encuentra la información ni los planos ni nada de nada, pues nuestra administración es siempre proclive a desaparecer hasta su alma.

Mientras una mitad del país se seca, la otra parte sigue embriagada por el catalanismo y por esos políticos chapuceros, embusteros, fulleros e irresponsables que habitan en esa comunidad, los mismos que olvidan que sus antiguos pobladores ya intentaron hasta en tres ocasiones, siempre fallidas, la división de la nación, y que la última vez que se lo propusieron provocaron una guerra fratricida entre hermanos. Como esto me produce gran tristeza, prefiero volver a la gravedad de la sequía, pues tenemos los embalses bajo mínimos y la deseada lluvia no aparece. Según las previsiones tendremos un invierno seco y escaso en precipitaciones, por lo que las autoridades empiezan a estar preocupadas.

Me han gustado siempre los libros de aventuras de Alberto, un tipo singular e inquieto, pero que considera que ha estado escasamente reconocido, sobre todo cuando no tuvieron en cuenta su propósito de abaratar el agua sacándola del mar, cuyo coste era de 0,30 euros por cada mil litros.

Esta historia del agua me trae a la memoria aquellos tiempos en los que ejercí de "aguamangante", como llamaban a los que negociábamos con los propietarios y arrendatarios de las galerías, hombres que dedicaron su vida a la bendita agua, y que gracias a ellos todavía hoy nos nutrimos de su lucha y desvelos. Tuve oportunidad de conocer infinidad de personas importantes, muchas adineradas, entre ellas al Marqués de la Candia, don Leopoldo Cologan Osborne, que era un hombre sencillo y simpático que me cogió un gran aprecio. Asistió a mi boda, acompañado de su esposa, y me dio pena verlos marchar tras la ceremonia, pues nos habíamos embarcado en la construcción de la casa y no lo celebramos ni con tarta. Otro personaje inolvidable fue el alemán Christian Solhein, un hombre dicharachero y simpático, que venía a verme al trabajo prácticamente cada día, incluso en las fiestas de guardar. Se casó con una señora de familia platanera, arraigada en la zona norte de la isla con la que tuvo tres hijas. Conocí a la más pequeña, creo que se llamaba Ana María, una jovencita muy guapa. Vivían entonces en 25 de Julio, donde acudí varias veces para que me firmara documentos, y posteriormente se hizo una casa en Barranco Grande, muy cerca de la nuestra. Le decía a mi jefe que quería tener un yerno como yo. Muchos años de trato cercano con un hombre sonriente, alegre y divertido. Recuerdo un viaje que hice con él a Barcelona, concretamente a Badalona, para comprar un horno para la fabricación de galletas, que fue la antesala de Galletas Himalaya. Iba también "Cabrerita", un "verseador", palmero de nacimiento, afincado en Tenerife. Me llevaron a una sala de fiestas en la que actuaban los famosos Antoñita Colomer y Pepe Blanco, que cantaban canciones populares como "Cocidito madrileño". Al terminar la actuación los invitamos a una copa en nuestra mesa y tuvimos una charla muy agradable, pero cuando regresamos a Tenerife, al lugar habitual de reunión, la gran bolsa de negocios que estaba en el hoy remozado quiosco de la Plaza Weyler, Christian le contaba a sus amigos sus andanzas por la Península, y decía que había compartido copas con "Pepe Negro". Le perdí la pista y estuvimos años sin vernos, pero averiguó dónde tenía mi negocio y me visitaba con frecuencia, creo que me compraba muchas cosas que no necesitaba, venía solo para charlar. Fue un gran velador del agua y se enfrentó con un juez que trató de procesarle, diciéndole que se acordaría de él cada vez que abriera el grifo y no saliera una gota.

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