Doña Carmen -solo una vez, a partir de aquí se acabó lo de doña- llama al periodista aparte y le confiesa: "¿Sabe la comida que más me gusta? El potaje con gofio". Debe ser la fórmula secreta para la longevidad de quien el pasado miércoles cumplió 101 años, rodeada de su familia y en su casa "de toda la vida": calle Alicante, esquina con la avenida Buenos Aires. Ella es "la abuela de El Cabo".

Lúcida y vital, Carmen Hernández González (Los Realejos, 18 de octubre de 1916) demuestra su buen estado físico al subir -y bajar- las empinadas escaleras que llevan a la tercera planta de una vivienda terrera cuidada con esmero por ella y por su hija, también Carmen (la otra, Adela, falleció hace años). Allí tiene su particular refugio, entre plantas y pájaros. Su eterna sonrisa solo se quiebra cuando recuerda a su hija, a su marido, José Ramón, que murió en 1989, y a uno de esos compañeros pajaritos, que se quedó como tal hace unos días de improviso (otro, "el cojo" estuvo con ella 19 años). Antes tenía gallinas y hasta una cabra. El campo, de donde llegó, en plena ciudad.

Pero el pasado 18 de octubre no fue un día triste, sino todo lo contrario. Sus seis nietos se encargaron de hacerla feliz. Qué menos porque, como dicen "todavía cocina y nos da de comer a todos". Juanjo, Francisco, Guillermo, Jordi, Carmelo y José se desvivían por su abuela entre vítores y cánticos del cumpleaños feliz. Ella, cómo no, sopló las velas con su número de años. En una vitrina decenas de ellas, restos de aniversarios anteriores, "reposan" a la espera de seguir teniendo vigencia en los próximos de Carmen. Ya solo Carmen, sin doña, porque esa es la confianza que ella transmite al visitante. Tampoco faltaron Hada, Ariadna, Joel, Yerobe y Adelina, sus nietos. Ni Saira, la tataranieta.

Sorprende cómo ha llegado a esta edad quien era la mayor de doce hermanos, y solo cinco, a los que crió, sobrevivieron a la infancia. Eran tiempos muy duros y eso la curtió. Valora: "Hacía mucho frío en el Realejo Bajo y nos calentábamos con el calor de los cuerpos".

Hija de Ramón y Francisco. Su madre calaba y en caladora se convirtió ella desde pequeña para seguir la tradición. Fue siempre su trabajo, más o menos remunerado. Su padre era zapatero y hacía sobre todo trueques. Lo explica: "Arreglaba el calzado y luego íbamos caminando del Realejo Bajo a Icod el Alto (calculen) y vuelta. Llevaba los zapatos y volvíamos con papas o cualquier otro producto del campo".

A su marido, José Ramón, lo conocía de joven porque, curiosamente, su madre y su suegra eran comadres. Frente a una imagen antigua reconoce a ambos sentados y recuerda: "Me fue a buscar a la plaza en una procesión del Realejo Bajo y ya seguimos juntos". Cuando tenía 24 años se trasladó a Santa Cruz donde él había encontrado un trabajo.

La Guerra Civil se llevó al contable Ramón y devolvió al sargento mutilado tras pisar una mina en el frente. Carmen recuerda "las raciones de comida en Intendencia al ser militar. Se pasó necesidad, claro que sí. Iba a La Cuesta en el primer tranvía. En el de ahora me subí una vez para saber cómo era y ya está. Suficiente".

Carmen rememora un barrio del siglo pasado: "Pues no estaba EL DÍA (se ríe). Todo eran huertas y plataneras. Esta casa la compramos pequeñita por 60.000 pesetas que me dieron por vender una galería de agua de la familia en Icod. Luego la fuimos ampliando".

Coincidió el día de su cumpleaños con la visita al cardiólogo. Carmen resume el diagnóstico: "Si todo el mundo estuviera como usted, tendría que cerrar".