Van pasando los días de acuerdo a un guión que parece escrito por un demente, mientras el tiempo se va gastando poco a poco, sin que nadie se salga de ese guión. Desatado el camino del 155, con una contundencia mayor de la esperada, sólo queda esperar la magnitud de la respuesta de los actores catalanes. ¿Proclamará la independencia Puigdemont? ¿Acudirá al Senado? ¿Convocará elecciones?

Todo apunta a que Puigdemont mantendrá el desafío soberanista con las armas que tenga en su mano. El botón nuclear es -sin duda- la declaración unilateral de independencia. Si no lo aprieta será por evitar las consecuencias legales de esa decisión, que podrían llevarlo a la cárcel. Hasta ahora, Puigdemont no ha demostrado ser precisamente un hombre muy valiente: se ha escudado siempre en su Gobierno, en el Parlament o en maniobras de regate corto, al mejor estilo de la política cortesana. No me atrevo a hacer ningún pronóstico sobre el alcance de su respuesta. Lo que es evidente es que, de momento, el choque de trenes está servido, y cada cual utiliza los medios que le asisten.

El Estado se ampara en la ley, su mejor argumento: ante un desafío excepcional, que incluye la desobediencia y la rebelión, el Gobierno, con el apoyo de los partidos constitucionalistas acude al Senado para aprobar las medidas que impidan a Puigdemont, al Govern y al Parlament seguir incumpliendo las leyes y perjudicando el interés general. Esas medidas incluyen la destitución de Puigdemont y su Govern, la intervención de la Hacienda catalana -ya iniciada con la aplicación de las leyes de estabilidad presupuestaria-, de la Policía y los medios de comunicación públicos, además de la convocatoria en seis meses de unas elecciones autonómicas que sirvan para recuperar la normalidad. La aplicación de esas medidas será difícil y complicada, e irá sin duda acompañada por importantes conflictos de orden público. Pero no hay otra si se quiere hacer cumplir la ley. El Estado contará para ello con los tribunales y los jueces, y con el legítimo uso de la fuerza.

Frente a la ley, a Puigdemont y los suyos les queda la calle, las movilizaciones y la rebelión. Sorprende ver a los dirigentes del PDCat, un partido moderado, recurrir a la vía insurreccional para sostener sus propuestas. Pero es que la estrategia de Puigdemont ha sido suicida: desafiando las leyes, en vez de amparándose en ellas, sólo le queda la opción de entregarse en brazos de la CUP y jugar al insurreccionalismo. Es un juego peligroso, pero es el único que -fuera de la legalidad- le puede aportar una apariencia de legitimidad para continuar en la escena política, arropado por unas masas lanzadas a ocupar la calle y proclamar la república catalana.

La ley y la calle chocan de nuevo, pero aquí no se está ante un levantamiento contra la tiranía, sino ante una insurrección que quiere fraccionar el país -después de haber partido en dos a la sociedad catalana- e imponer por la fuerza una decisión de la parte al todo.

Es un conflicto en el que Puigdemont tiene todas las de perder, pero que no basta que pierda. Las calles deben volver a la ley. Y para que eso ocurra la solución legal debe acompañarse de una contraoferta del Estado para desatascar el ''embrollo catalán''. Una oferta seria y con calendario de reforma de la Constitución, y un cambio -en Cataluña y en España- de los interlocutores encargados de gestionar esa reforma. Podrían ser unas elecciones generales, coincidiendo con las catalanas.