Desde hace algunos años la Fundación Cajacanarias me confía unos diálogos que Álvaro Marcos bautizó con un título que es de André Malraux pero que a mi me gusta degustar, también, como de Domingo Pérez Minik, querido maestro insular y global, pues él era insular y global a la vez. Por eso quizá se buscó ese seudónimo, Minik, para estar con su Pérez y su Minik con dos pies en su mundo, el mundo interior y su amado mundo de fuera. De Malraux es La condición humana, naturalmente, y de ahí le nació a don Domingo La condición humana del insular.

Pues esos coloquios se celebran siempre en otoño, que en Santa Cruz es el verano, o al menos este año lo fue. Trajimos esta vez, rompiendo una tradición de invitar tan solo a una persona, un escritor o filósofo, generalmente, a dos escritores muy diversos entre sí. Los dos, de la misma generación, pero ambos dedicados a dos maneras de la poesía: uno es filósofo, el italiano Nuccio Ordine, y otro es poeta, Manuel Rivas, gallego. Uno tiene ahora 58 años y Rivas cumplió 59 un día antes del coloquio en la Caja. A los dos los distingue una circunstancia muy especial, y muy común por lo que he ido observando en los últimos tiempos: los dos nacieron en casas sin libros.

En una casa sin libros nació también el donostiarra Fernando Aramburu, al que por distintas razones he entrevistado últimamente hasta tres veces, sobre su muy interesante y perturbadora novela Patria, que te pone los pelos de punta porque su realismo y su crudeza no son impostadas o novelescas: proviene de esa sombra atroz que fue el terrorismo vivido en el País Vasco. A mí me sorprendió que tanto él como Ordine y como Rivas se hubieran educado el gusto de leer fuera de ese ámbito tan frecuente de la lectura en casa.

Obviamente, no son casos excepcionales, pero cada vez que me he encontrado últimamente con estos hechos concretos mi mente se ha ido a la primera vez que leí. Es un ejercicio que hago con cierta frecuencia porque ahora tengo un nieto y he tenido como un martirio que tardara en leer. Parece que ahora en las escuelas se ralentiza el aprendizaje y los niños comienzan a leer mucho tarde que habitualmente. En el caso de este muchacho que se va haciendo grande a nuestro lado desde hace seis años, es ahora cuando ya empieza a leer de corrido, y para mi esa es una satisfacción superior a muchas otras de las que me depara la vida.

Porque yo mismo empecé a leer, con gran gozo por parte de mi madre y con gran extrañeza para mi mismo, a los ocho años, cuando llegó a casa el primer periódico, que era un recorte, de nuestras vidas. Luego tuve la suerte de encontrarme en la plaza del Charco, en mi pueblo, el Puerto de la Cruz, con algunos exiliados interiores, Genaro, don Luis Castañeda, don José Rodríguez Barreto y algunos más, que me llevaron en seguida a la lectura de libros inesperados, además de aquellos que me dejaban tocar en las librerías o que me daban para leer en el Instituto de Estudios Hispánicos. De esta última institución, donde estudié con Analola Borges, me llevé los tres primeros libros que entraron en mi casa: uno de Julio Verne, otro de Charles Dickens (Oliver Twist) y Pequeñeces, del padre Coloma. Los leí junto a la cañería de mi casa, y ese sonido persistente y monótono del agua sonando mientras leía sigue siendo como la música de leer, en mi casa.

A los libros que me llevaron Genaro y los otros se sumaron otros a lo largo del tiempo, pero jamás olvido esos primeros autores que entraron en mi conciencia de lector. Entre ellos estaban Albert Camus, Miguel Hernández y María Zambrano. Luego vinieron Ángel Ganivet y Federico García Lorca. Y de todos ellos guardo algún verso, alguna frase, el rumor de sus palabras, grandes o chicas, picudas o redondas, dramáticas o festivas. Imagino que igual que la vida te lleva de un lado para otro dependiendo de la gente que conoces, gracias a los libros tú eres de una u otra manera. La primera cosa que mi madre me contó, cuando yo era un adolescente y empezaba a entender algunas complejidades políticas de la vida, fue lo que dice el educador anarquista Francesc Ferrer i Guardia ante el pelotón de fusilamiento, en octubre de 1912, me parece. Le gritó al pelotón, según mi madre: "No tengo miedo a la muerte. Vivan las escuelas laicas. Vivan los niños". Y toda mi vida yo he tenido en mi propia memoria esa hermosa declaración de libertad.

Imagino que aquellas lecturas y aquellas frases que me refrescaba mi madre cada vez que yo se lo pedía hicieron mi carácter relacionado con la lectura; y no hizo falta que mi casa tuviera una biblioteca para que entrara en mi atmósfera vital el gusto por las palabras y, después, por los libros. Ahora me pidió alguien muy querido de mi familia, en unas circunstancias muy concretas de su vida, de nuestras vidas, que le aconsejara qué debía hacer para ordenar un poco su mente. Le dije que se pusiera a leer, y le dejé La lengua de las mariposas, de Manuel Rivas. Y ahora es mucho más lector, más atento, más diverso, que yo mismo.

Naturalmente, todo eso me hizo, también, lector de periódicos. Y de esas cosas estuve hablando antes y después del diálogo que moderé en Santa Cruz entre Nuccio Ordine, el autor de Clásicos para la vida, y Manuel Rivas, que puso leer a mi querido y joven pariente, y que además ha escrito una novela que es un bello homenaje a las librerías: El último día en Terranova. Luego nos fuimos a tomar algo por fuera de Cajacanarias, nos encontramos a gente cantando, muy alegres, todos. Yo me quedé pensando en algo que siempre me llama la atención cuando voy a Santa Cruz y voy a escuchar a escritores tan interesantes: qué pocos escritores isleños van, qué poco interés sienten por sus congéneres. A veces he pensado que es por mi culpa, porque no me quieren ver, algo plausible. Pero pregunto a otros y me dicen que tampoco van. Entonces es que todo el mundo está peleado con todo el mundo, y esa es una de las formas que hay de representar el infierno literario.