Sergio Ramírez, el último Cervantes, el primero en obtenerlo en Centroamérica, es un nicaragüense aindiado que ama el patio de su casa y lo cuenta; ha viajado por todo el mundo, por Tenerife también, se ha mantenido al frente de la cultura de su país con generosidad para abrir su tierra a los escritores hispanoamericanos, y nunca practicó, ni en su país, ni fuera el tan literario defecto de la envidia. Colecciono personas así, y tengo a Sergio Ramírez por una de esas raras personas ejemplares, incapaces del odio político o literario por razones de comparación o por rencores sobrevenidos por el ejercicio de ambas vocaciones.

Con respecto al patio de su casa. Nació en un pequeño pueblo del interior nicaragüense, Masatepe; lo muestra a todos sus visitantes con el orgullo callado que exhibe en entrevistas, en conferencias, en lecturas. Muestra la casa de sus padres, sobre todo, a la que dedica un cuento que a mi me fascina, "No me vayan a haber dejado solo". Y cuando viaja va con ese bagaje sentimental a todas partes. Con esas fantasmagorías que nos da la infancia hasta convertir en tesoros la simple evocación de nuestros paisajes perdidos, se ha venido al menos dos veces a Tenerife. La segunda vez vino con su mujer, Tulita, una mujer con la que lleva, podría ser un record, un matrimonio de 53 años. La vez anterior vino solo. La Fundación Cajacanarias, que confía en mi, y lo agradezco, para llevar un ciclo de diálogos sobre la condición humana, lo trajo, lo llevó al Teide, y yo lo llevé a mi casa natal. Juan Manuel García Ramos, que cuando no me abronca resume mis temas (el patio de mi casa y Domingo Pérez Minik), hubiera sido feliz en ese viaje interior por la Isla; pero como los escritores de nuestra tierra (ni de ninguna tierra, por lo que vengo observando) muestra un interés dudoso por los visitantes, hicimos ese viaje solos sin mucha compañía, como si estuviéramos los dos viajando hacia el mismo patio. De hecho, como él viene de una tierra de volcanes, cada vez que veíamos las piedras, las jacarandas, los helechos, los colores de las casas, los callejones, los volcanes floridos, las maderas, Sergio decía lo mismo que decimos los isleños cuando vamos a cualquier sitio, Egipto incluido: esto es como es casa.

Hasta que llegó a mi casa, entramos por esa puerta que mi madre y mi hermana Carmela y mi hermana Candelaria han pintado de tantos colores durante tanto tiempo; en esa puerta hay todavía la huella del primer poema que escribí en mi vida, "If", de Rudyard Kipling, en la traducción española de Miquelarena. Y pasamos hacia el interior de esa vivienda que fue durante años mi ilusión de vivir y mi vida. La casa de la infancia impone respeto y alegría, introversión; cada rincón está hecho de nuestra presencia allí. Y, en efecto, como ha puesto de relieve, a veces de coña y a veces de veras, mi compañero García Ramos, siempre he tenido ese espacio como un eslabón imprescindible de la vida que cuento. Y cuando se sentó ahí Sergio Ramírez empezó a contar su propio patio, su propia casa; después leí su cuento "No me vayan a haber dejado solo". Y el propósito de este texto de hoy es el de convocarles a leer ese cuento. Sólo por ese texto musical y bellísimo merece la pena que le hayan dado el Cervantes, para que mucha gente más lo lea y sienta la vibración de este hombre grande que no deja de mirar como miran los niños las cosas importantes que no se olvidan.

Y ya que hablo de la mirada de Sergio, me vino, ahora que tuvo tan importante premio, sus ojos fijándose en los de Cortázar mientras éste habla estando los dos en Berlín. El periódico argentino Clarín me pidió que les enviara un detalle de lo que fuera propio de mis recuerdos de Sergio. Y les hablé de algo que no vi pero que se me ha entrañado. Y es la foto de Sergio mirando a Julio.

Entonces el último ganador del Cervantes era aun vicepresidente del Gobierno sandinista. Y Cortázar fue un enamorado de aquella Nicaragua violentamente dulce. Sergio le dijo adiós a la revolución porque ésta dejó de serlo; Daniel Ortega manejó ese tesoro con manos manchadas de ego y a Sergio no le gustó seguir navegando en esa industria de desafectos en la que hasta ahora consiste lo que antes fue un entusiasmo revolucionario; ni un rastrojo le dio Ortega al país que se libró, con el aplauso del mundo, de un sátrapa al que ahora se parece su más conocido libertador. El libertador Ortega es ahora un devoto de la Iglesia y comparte con su mujer la simulación grave de ser aún revolucionarios.

Esa decepción fue narrada por Sergio Ramírez en un texto admirable, el libro "Adiós muchachos", que tiene valores históricos y humanos de enorme relieve. Los históricos son los que explican por qué se jodió la revolución. Y los humanos son los que explican la calidad ética de Sergio Ramírez, incapaz de aderezar su amargo recuento con una gota de rencor o de resentimiento.

Ese libro fue el primero de una serie de textos que explican el enorme caudal de memoria y música que habita en la enorme bondad, personal y literaria, del creador que fue capaz de escribir un cuento como aquel, "No me vayan a haber dejado solo", y otro también inconmensurable: "El pibe Cabriola".

Y ahí lo tienen, mirando a Julio, escuchando al maestro de los cuentistas de América. Ese muchacho de pantalón de campana, de patillas de la época, de atentos ojos aindiados, es ahora, como Rubén, un pariente cercano de Miguel de Cervantes.

Siento el orgullo de haberlo llevado a mi isla y a mi patio, y siento la satisfacción de haber sido el editor que le dijo que escribiera precisamente "Adiós muchachos", y también, perdonen el ego sobrevenido, de haberle sugerido el título.