Estuve estos días en Málaga, en el primer Festival de Filosofía, armado por dos destacados activistas de la cultura, Basilio Baltasar, director de la Fundación Santillana, y Salomon Castiel, director de La Térmica, una importante idea de edificio lleno de cultura en lo que fue una estación que le daba calor a la bellísima (y tan santacrucera) ciudad andaluza.

En ese tiempo, después de un coloquio sobre la economía, la filosofía y la poesía, entre el profesor Lluis Boada y el periodista Joaquín Estefanía, estuve escuchando otras ponencias y otras discusiones, y como suele suceder luego seguimos discutiendo y hablando unos y otros con la facundia que dan la alegría y la soltura saludable de la costa. Cómo no, entre esas discusiones se coló para quedarse el asunto catalán, que tanta desgracia como perturbación ha traído a la conversación, y por tanto a la mente, de los españoles de una frontera y de otra.

Fue, cómo no podía ser de otra manera, una charla intensa pero muy educada en la que cada uno de los intervinientes, desde el propio coloquio público hasta el intercambio privado, expuso sus ideas y desató sus controversias dentro de lo que don Domingo Pérez Minik, mi inolvidable maestro, llamaba diálogo civilizado. Pero, como es también natural, nos aclaramos, sacamos comparaciones, siempre tan odiosas, buscamos en los arcanos de la historia, y del periodismo, todo tipo de argumentos para desarmar al contrario, y al final brindamos por buscar en nuestras entendederas vías de amistad que seguramente se consolidan mejor en el desacuerdo que en las aguas quietas del acuerdo perezoso.

Acabó la noche, suele suceder, y vino el día; en realidad esa secuencia inevitable de las horas es lo único cierto de la vida, pues señala, como inapelable, la verdad de la existencia: por mucha energía que pongamos en las discusiones, por mucho entusiasmo que le insuflemos a los argumentos, llega siempre una hora en la que el otro tiene tanta razón como la que tienes tú, y has de dársela. MacMillan, el viejo zorro de la política inglesa, aconsejaba seguir sentado en la silla de las controversias hasta que los contendientes se dieran mutuamente la razón.

Y en el desayuno llegamos a puntos de acuerdo mi nuevo amigo catalán y yo mismo. Y fue cuando empezamos a introducir el humor y la risa en el diálogo; cuando todo dejó de tener la imponente importancia de las grandes palabras pequeñas de la política, empezamos a entender que la literatura, la poesía, la canción y el humor podían ser puntos de encuentro de los que partir para conseguir, por otras vías, canales de acuerdo. Conversar es, en cierto modo, abrazar al que no coincide contigo; cuando lo único en que estamos de acuerdo es en seguir conversando estamos haciendo un gran logro.

Entró en esa conversación de desayuno Joan Manuel Serrat, que ayer firmaba en El País una carta de amor a Messi. Concluía Serrat, y eso le conté a mi compañero de mesa, ofreciéndose al astro de Rosario a acompañarle a su club de la infancia, el Newell´s, una vez que decida irse del Barça, ojalá que dentro de una eternidad. Y citaba ahí el autor de "Paraules d´amor" al gran Fontanarrosa, acaso el genio más grande que ha dado el humor en español en el último medio siglo. Le refresqué a mi amigo la identidad de Fontanarrosa, rosarino como Messi, y se me ocurrió, para ilustrarle, mostrarle en Youtube los dieciséis minutos que duró el discurso que el inmenso humorista pronunció en el Congreso de la Lengua que las academias tuvieron en Rosario, la patria común del futbolista y del humorista.

Ese discurso, titulado "Las malas palabras" es una de las piezas más gloriosas que ha tenido la lengua española y yo lo recomiendo para darle a la conversación una vuelta de tuerca. Fontanarrosa tiene un libro igualmente genial, "El mundo ha andado equivocado". Si nos ponemos de acuerdo en eso, en que el mundo ha estado equivocado, dejaríamos de pensar que en todo tenemos razón, y empezaremos a reírnos a carcajadas de nuestras menesterosas certezas.