Observando el incremento poblacional de la Isla en la última centuria, cuando lugares emblemáticos como Las Cañadas del Teide, entonces territorio de estudiosos y de cabreros, eran considerados como parajes inaccesibles por falta de comunicaciones por carretera, me pregunto qué hubiera sido de nuestra economía si al Chinyero se le hubiera ocurrido eructar un 18 de noviembre de 2017, 108 años después de cuando lo hizo.

A buen seguro que los medios audiovisuales se hubieran hecho cargo de la noticia, que volaría en picado de halcón peregrino hacia todos los recovecos del planeta, donde le darían diferente tratamiento, según la línea editorial del difusor del suceso volcánico. Sería inevitable que el amarillismo rampante competidor alarmara con todo lujo de detalles a los posibles visitantes, mientras que otros, más exentos paliarían la noticia con toda serie de argumentos técnicos, avalados por la repercusión de la cuantía de sucesos similares en otras latitudes, sin mayores contratiempos. Sin embargo, pese a estas conjeturas, apostaría por una demanda masiva de turistas a la Isla, que coparían los alojamientos hoteleros y colmarían de vehículos colectivos o de alquiler individual nuestras carreteras de acceso hacia el actual Parque Nacional.

Pero dejando a un lado esta lucubración, me remito a la realidad que aconteció hace más de un siglo, cuando el turismo no era en absoluto un fenómeno masivo, en el que la gran mayoría de la población vivía sumida en la ignorancia y por tanto se sometía al criterio de las autoridades existentes, publicas y eclesiásticas, para urdir las medidas de contingencia de la catástrofe natural recién iniciada y el avance imparable de los ríos de lava desde el desnivel de las alturas, y de camino hacia el mar para condensarse espectacularmente y terminar colmatando toda la superficie del litoral afectado. Indudablemente los escasos medios ejecutivos querrían estar informados, y es muy probable que destacaran partidas de observación hasta los lugares más próximos de la erupción, aún sin desenlace previsto. También es lógico que los aterrados habitantes de los caseríos limítrofes imploraran el manido recurso de la rogativa al cura párroco más cercano, para sacar en procesión las imágenes más veneradas, y supuestamente milagrosas, que fueran capaces de detener el fenómeno eruptivo y evitar así su mortal avance.

Visto el suceso en toda su dimensión, colmado de horribles explosiones y los más de 1.500 grados de temperatura de la lava (hasta 2.400 grados en las escasas mediciones), los únicos medios disponibles eran la utilización de las palomas mensajeras, que fueron llevadas convenientemente enjauladas en cabalgaduras hasta las zonas álgidas, y liberadas con mensajes informativos del avance de la lava, a fin de que las autoridades locales las trasladaran a las centrales, y cobrar indebidamente recompensas por su "arrojo". Actitud esta última que tuvo amplia crítica por la población, ya que según el cronista, por su estatus político y social, Antonio de Ponte y Cólogan fue el mejor testigo directo y promotor de la información más precisa de la erupción. Y para ello utilizó a las aladas mensajeras, salidas de su propio palomar, que le acompañaron en su recorrido de observación, al tiempo que las soltaba posteriormente para ser recogidas en el palomar de su casa solariega de Garachico por su hermano Gaspar, y así portar de inmediato el mensaje al gobernador civil y al capitán general, a través de la estación telegráfica instalada desde hacía pocos meses en el pueblo. De esta forma, algo primitiva pero sumamente eficaz, la información llegaba a su destino en cuatro minutos. Visión que era descrita concienzudamente por el mismo Antonio de Ponte, desde la cercana atalaya al Chinyero de la vecina montaña de la Cruz.

Fueron trece los telegramas enviados por él a las autoridades, que a su vez los derivaron a la prensa para ser difundidos, del que sólo transcribo el noveno: "Solté una paloma; curiosa, quiso sin duda ser testigo consciente del fenómeno, posándose por un instante sobre la lava reciente, a costa de quemarse los extremos de las alas. Creí que no llegaría a su palomar por este percance, pero sin embargo estuvo en el pueblo a las cinco de la tarde?". Finalmente, al décimo tercer día del suceso, según cita textual de las últimas sueltas del narrador: "Nos retiramos luego, dejando al monstruo en el último y franco período agónico?".

Vista la utilidad de las palomas mensajeras respecto al suceso volcánico, seguimos aplaudiendo la plena querencia por su palomar, pero no estamos de acuerdo con el indiscriminado bando de aladas enfermas, previamente mutiladas por las ratas en sus nidales, que se han soltado desde que el alcalde de Barcelona José María Porcioles correspondió, años ha, a una petición de este Consistorio, enviando una partida de palomas zuritas para poblar parques y jardines de la ciudad. Aunque nos duela, habrá que tomar medidas incruentas para eliminar esta plaga, y multar a los alimentadores que favorecen su proliferación.

Ciento ocho años después de este suceso, que se recuerda de forma litúrgica en Santiago del Teide, seguimos anclados sobre este archipiélago de origen volcánico y a expensas de las iras de Guayota, el inductor de Trebejos, Chahorra, Chinyero, Teneguía y hasta del reciente volcán de La Restinga. Fenómenos geológicos y mediáticos, abiertos a la curiosidad de los millones de visitantes que aquí llegan con el dedo tenso sobre el obturador de la cámara.

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