Después de cuarenta años de paz sin bayoneta, España va a reformar la Constitución del 78. No es que vayamos a reformar la casa, sino que vamos a retocar los cimientos. Y ya se sabe lo que puede ocurrir cuando algún enterado de la caja del agua quita una columna que no debiera del garaje.

Una extendida ingenuidad considera que cualquier cosa que está en la Carta Magna tiene que cumplirse. Por ejemplo, el derecho a una vivienda digna o a un trabajo. Pero el catálogo de las aspiraciones que se recogen en el texto constitucional y no se cumplen es enorme, porque en realidad lo que establece es el marco del horizonte al que se dirige un pueblo.

Cuarenta años después de 1978, a este país no lo conoce ni la madre que lo parió, como diría Alfonso Guerra. Hemos progresado y mejorado en términos de calidad de vida, de salud o de justicia social. Y todo eso no lo ha hecho el texto de una ley de leyes, sino los millones de ciudadanos que han sido relativamente libres a su sombra y, lo que es más importante, han trabajado para sacar adelante a sus familias.

El motor que impulsa ahora la reforma constitucional es la "necesidad" de zanjar de una vez por todas el denominado modelo de Estado. Determinar si somos un puñetero país o somos una parranda de naciones.

Es obvio que el sentimiento nacional es indiscutible. Cualquier pueblo de España tiene derecho a pensarse una nación. O al menos a que lo piense una mayoría de sus ciudadanos. Pero de ahí no se puede derivar el derecho a ser un Estado soberano e independiente porque el proceso no conocería límites. Y hasta Güímar, con sus hermosos agujeros, tendría derecho a proclamarse un Menceyato independiente.

Hay fuerzas políticas que están por crear un Estado centralizado y poderoso, para acabar de una vez con esas veleidades nacionalistas. Otras están por el reconocimiento del derecho de autodeterminación de los pueblos, para que decidan si quieren ser independientes o no. Y existe en medio una gente que valora la experiencia de las autonomías, que nos ha hecho progresar, y quieren mantener la estructura federal pero también la solidaridad entre los territorios.

El gran problema de España, sin embargo, no es la Constitución. Ni el modelo de Estado. Nada de eso. La carcoma de este país es el sectarismo, la intolerancia y el desprecio por el antagonista que padecen izquierdas y derechas. Es la causa de que cada vez que gana un bando se deshaga todo lo hecho por el otro. Es lo que produce ese lenguaje bélico, esa política concebida para extinguir al adversario, ese despotismo analfabeto y esa prepotencia suicida, que acabarán alguna vez con España.

El miedo del final de la dictadura hizo que por unos años ese rencor y ese enfrentamiento desapareciera. Pero fue un espejismo. Pasó el tiempo y regresaron las uvas de la ira. Y eso no se podrá arreglar en ninguna Constitución.