Nadie es (exactamente) como su padre, y nadie le puede atribuir al hijo lo que hizo su padre. Por supuesto, tampoco un hijo puede arrogarse las virtudes (o los defectos) de su progenitor. Pero no queda más remedio concebir que algo del padre se le pega al hijo y así sucesivamente.

Ahora he visto en Bruselas vociferar (esa es la palabra: profería gritos para apoyar su argumento) al hijo de Alfonso Carlos Comín, que en la época de Franco era, en Barcelona y más allá, uno de los cristianos comunistas comprometidos con la lucha antifranquista, desde la Iglesia y más allá.

Alfonso Carlos Comín, cuyo hijo se llama Toni, era un hombre discreto y potente, un luchador que basaba en la modestia la grandeza de su actitud y de sus palabras. No, no gritaba, no era tiempo de gritos, más bien eran tiempos clandestinos, de voz baja, porque además en las dictaduras si gritas vas a prisión, o a destinos aún menos resguardados.

Él sufrió el franquismo. ¿Qué fue el franquismo? Un régimen totalitario que duró cuarenta años, después de una guerra civil que causó cientos de miles de muertos en un bando y en otro. Luego de la guerra hubo una posguerra que duró hasta la muerte de Franco, con ejecuciones y asesinatos, con persecuciones y con alevosas detenciones de personas que no habían cometido otro delito que el de estar en contra de la dictadura o de sus representantes.

Todo eso lo denunció Alfonso Carlos Comín, y lo denunciaron muchos otros que sufrieron la inmediata acción de la dictadura. (Comín sufrió prisión, por ejemplo). Y todo eso se puede leer minuciosamente en un libro altamente recomendable para acabar de una vez por todas con las especulaciones sobre la larga transición que hemos vivido desde el apogeo triste de la guerra, 1937, hasta este mismo año 2017, cuando entró en auge la triste historia, aún inacabada, del procès catalán.

Ese libro es Transición, de Santos Juliá, historiador que ha desvelado con enorme talento de síntesis y de profundidad, todas las épocas que hemos vivido desde la guerra hasta ahora en libros diversos, sobre Azaña, sobre las dos Españas, sobre la actividad de la oposición en tiempos en que a la oposición no se la podía llamar así?, y hasta este libro que es en realidad tres o cuatro libros: sobre la guerra, sobre el franquismo, sobre la citada oposición y sobre los esfuerzos que se hicieron en cada década, desde hace ochenta años, para conseguir acuerdos que condujeran al consenso contra la dictadura y, finalmente, al consenso para no repetir errores pasados.

En ese libro aparece varias veces Alfonso Carlos Comín, el padre del exconseller de Puigdemont que hace unos días explicaba a gritos, en Bruselas, donde funge exilio, que los gobernantes españoles actuales son franquistas ("¡¡franquistas!!", gritó) y que por tanto no tienen respeto por la democracia y que por eso persiguen a su jefe en esa vida at large que él y sus seguidores escenifican en Bruselas como si quisieran repetir la amarga experiencia de la diáspora republicana.

Antonio Comín, el hijo de Comín, sabe que en España no gobierna Franco, y tampoco gobiernan los modos franquistas. Si eso fuera así, si aquí se produjera aún el daño de Franco, las cosas no serían como por fortuna son. Los defectos de la democracia española no son privativos de las consecuencias de las malas enseñanzas del franquismo. Son propios del ejercicio de la democracia, o de la falta de democracia, que padecen los ciudadanos que se dedican a la política desde el fanatismo y no desde la discusión o desde la controversia.

Lea Antonio Comín Transición (Galaxia), de Santos Juliá, y verá cómo era la vida bajo Franco. Y cómo era, también, la vida de su padre, Alfonso Carlos Comín. Y el daño que aún vivimos por olvidar que Franco ya no existe.