La democracia no consiste en tener razón, sino en convencer a los demás de que la tenemos. Las sociedades más sanas no funcionan a trechonazos, a golpes de genialidad de un visionario que marca el camino que todos deben seguir como obedientes ovejas. Funcionan porque la gran mayoría de sus ciudadanos comparten ideas y proyectos comunes y están dispuestos a trabajar por conseguirlos.

Hace unos días el presidente de Estados Unidos, Donald Trump, tomó medidas para anunciar al mundo el reconocimiento de Jerusalén como capital de Israel. El efecto inmediato ha sido la violencia callejera de grupos palestinos, que han llamado a una nueva intifada. Lo previsible es que se produzca una escalada de tensión que puede dar lugar a hechos sangrientos. Ni siquiera es necesario entrar a debatir si el presidente norteamericano tiene razón o no en su decisión: sólo tenemos que respondernos si era necesaria. Porque se trata de algo que viene a conmocionar los sentimientos religiosos de dos sociedades enfrentadas y a alterar una coexistencia siempre difícil que en estos años ha seguido buscando un momento de equilibrio.

En España, nuestra moderna sociedad democrática está lejos de ese escenario, afortunadamente. A nosotros no nos afectan los desencuentros religiosos, sin embargo no hagamos que nos afecten otros estallidos emocionales que también causan estragos y que desgraciadamente están muy presentes en la actual sociedad española. Esta semana celebramos el aniversario de la Constitución española, treinta y nueve años después de su ratificación, y casi todo el mundo ha alabado el texto que ha permitido casi cuatro décadas de vida en libertad y en democracia. Pero sería oportuno recordar que aquella Constitución se hizo por personas de ideologías completamente contrarias, mucho más enfrentadas de las que hoy existen, que sin embargo supieron entenderse a un nivel que hoy no está al alcance de nuestra política.

Esto no ha sido un camino de rosas. En cuarenta años hemos atravesado intentos de golpes de Estado, atentados terroristas, grandes quiebras económicas, escándalos públicos, intentos de secesión territorial. Y todo eso ha sido superado porque la sociedad que formamos, eso que llamamos España, es más importante que cualquier crisis. Lo que nos ha permitido sobrevivir a todas las crisis es la convicción de que juntos hemos modernizado el país, vivimos mejor y somos más prósperos dentro de una comunidad, la europea, a la que siempre anhelamos pertenecer. Nuestra sociedad funciona y lo hemos percibido en todos los logros conseguidos en esas cuatro décadas.

Y es un hecho que lo mejor de lo que hemos construido ha sido fruto del acuerdo. Del enfrentamiento y la bronca sólo han surgido destrucción y rencores. Los mayores logros en estos años de prosperidad han sido pactos entre políticos, empresarios y sindicatos; entre distintas fuerzas antagónicas que han encontrado un espacio común de intereses que defender. Todos creemos tener la verdad, pero sólo tenemos una parte de ella. Y es necesario que hagamos un esfuerzo para entender las razones de los demás y que aceptemos, en su caso, que el sistema que hemos establecido para resolver los desacuerdos es la decisión de la mayoría.

En estos días escuchamos hablar de reformas: de la Constitución, de las leyes electorales, del modelo de financiación de las Comunidades Autónomas o del propio modelo de Estado. Es verdad que hay muchas cosas que mejorar, en particular las que tienen que ver con un mejor equilibrio social, entre el capital y el trabajo, en un mundo cada vez más globalizado y víctima del populismo. Pero todo lo que se escuchan son voces de líderes o partidos que establecen cuál es su verdad. Ninguna de ellas será relevante si no son capaces de arrojarlas en la forja común de la política y fundirlas en una sola propuesta. Lo que nos ha permitido progresar no ha sido la verdad de cada uno, sino la capacidad de todos para entendernos.

En el Cabildo de Tenerife hemos intentado, con más o menos acierto, que exista un territorio común. Un espacio, formado por los grandes asuntos de Tenerife, en el que todos los representantes de los ciudadanos, de cualquier ideología, estemos de acuerdo. Encontrar esos objetivos comunes para una gran mayoría, y aceptados por todos, es lo que nos permite construir cimientos sólidos. Porque lo que se construye es obra de todos y de nadie.

La política no necesita divos ni grandes figuras proféticas, sino eficacia y consenso. No vamos a ningún sitio desde la crítica permanente a todo. Ni se puede hacer nada desde la imposición autoritaria. Hay que convencer, antes que vencer. Y eso es lo que marca la diferencia entre los pueblos que avanzan y los que se estancan. Es verdad que cuesta más y que es más laborioso alcanzar consensos. De la misma forma que es más difícil conseguir un cimiento de hormigón que levantar un castillo de arena. La diferencia, como ya sabemos, es lo que duran.

*Presidente del Cabildo de Tenerife