Como todos los coetáneos de Velázquez, la poderosa personalidad de su paisano restó brillo a su biografía y producción. Tuvo que ser el juez implacable del tiempo quien pusiera las cosas en su lugar y reflotara con todos los honores y en sus legítimas diferencias a Francisco de Zurbarán, Alonso Cano y al mismo Bartolomé Esteban Murillo, protagonista absoluto de una reivindicación de campanillas que, con originales desplazados de medio mundo y espectaculares reproducciones recuerda los cuatro siglos de su nacimiento.

Ahora, por fín, se ponen las cosas en su sitio, se despejan las taras locales sobre su figura y se elimina el viejo tópico de su reivindicación y puesta en valor por la crítica inglesa del siglo XIX. Pablo Herrera, su último y mejor biógrafo, demuestra en el primer volumen del "Corpus Murillo" la posición de privilegio que mantuvo en la capital andaluza, su independencia de criterio frente a los rectores de las órdenes religiosas y las autoridades del clero secular y, sobre todo, frente a los capitalistas enriquecidos con los negocios indianos que le hacían encargos de obras de género y él les daba obras de arte.

Su implicación en la vida y los "grandes asuntos" de su pueblo le facilitaron la creación de la Real Academia de Bellas Artes de Santa Isabel de Hungría, que, además de velar por la formación de los artistas plásticos, tenía también facetas de atención social.

En su riguroso estudio, que se lee con la facilidad grata de una novela, Herrera resalta su laboriosidad y su lucha en el ascenso social que hicieron de un pobre huérfano "un vecino notable y acaudalado" que veló por evitar todas las penalidades económicas a su familia.

En ese capítulo revela también que "fue el pintor mejor pagado de su época; y que, con ochocientos reales por una tela de una vara, duplicó los honorarios de Velázquez, entonces poderoso pintor de la Corte, y triplicó y cuatriplicó, respectivamente, los de Cano y Zurbarán. Se permitió la dignidad y el lujo de seleccionar los clientes y asegurar el respeto a su criterio. Todo un privilegio en las luces y sombras de la España barroca.