Cada día valoro más los versos sueltos, los apartes rotundos que entran, sin coros ni excusas, en los relatos, los elementos que destacan sin casar ni romper la composición; e igualmente las personalidades autónomas que crecen y se sostienen sin arneses ni muletas; la gente que conjuga la libertad en singular y que huye, sin miedo, complejo ni aspaviento del interés, la seguridad y el confort de las estrofas, las crónicas continuadas y las sociedades y grupos de auxilios mutuos.

Tinerfeña de nacimiento y vocación, Elena Lecuona cursó Bellas Artes en las dos orillas -inicios en el Casón de la plaza de Ireneo González y licenciatura en la madrileña Academia de San Fernando-, en una época donde los alineamientos eran obligados en el orden y la contestación.

Con las dictaduras política, social y estética en ejercicio pleno y después de un aprovechado aprendizaje de la técnica, de viajes y horas sin cuento en museos y catedrales, debutó en un realismo peculiar y exigente, en concordancia con el tiempo vital pero estimulado por las luces y los pulsos del manierismo y el barroco, interpretados a su manera.

Se alejó nítidamente de las corrientes congeladas de la tradición, y las respuestas modales del expresionismo recurrente; y, también, y ahí está su valentía, de las neofiguraciones fortuitas que no encajaron en las cuatro reglas del pop ni rompieron con su simple pretensión testimonial.

Es un intento ocioso dividir su brillante carrera por etapas y su coherencia ejemplar y su magisterio -justo y solemnemente reconocido por la Academia de San Miguel- por logros concretos porque trabajó y trabaja sobre vivencias que traduce a su lenguaje, selecciona aspectos capitales de la realidad para contextualizarlos en ámbitos personales y exalta con tanta sabiduría como intuición la jerarquía del color.

Ahí está su carácter, la energía constante de la voluntad y, asimiladas y a la orden de sus deseos, las enseñanzas de creadores inmortales -las vanitas y naturalezas metafísicas de Claesz, las ironías de Arcimboldo, las tensiones de Ribera, las iluminaciones del Caravaggio, por ejemplo- y sus valores incuestionables, que le bastan para mantener su singularidad sin una gota de arrogancia.