Estuve este miércoles en la Universidad de La Laguna, donde estudié. Entré por la puerta que viene de la calle Heraclio Sánchez, después de comprarme un libro en Lemus, tras un paseo desde el Hotel Nivaria. Cuando iba a clase entraba por la puerta grande del viejo edificio, porque entonces vivía en el Colegio Mayor San Fernando. El libro (o los libros) los compraba en la librería que había en la esquina por la que entonces entraban los grises, la Tinerfeña. Si entraba por la puerta de Heraclio Sánchez desembocaba en el legendario patio de la capilla, donde estaban, vecinos, el sótano que fue Escuela de Periodismo, la Facultad de Ciencias y el bar de Salvador. Ahora la capilla es también un centro cultural, ignoro qué se hace ahora en lo que era nuestra escuela, y el bar es una sala de exposiciones.

El bar era nuestro lugar favorito. Se despachaba todo tipo de bebidas y se comían, una delicia para el hambre de entonces, unos sándwiches calientes y a veces recalentados. El bar lo regentaba don Salvador, una leyenda. Salvador era un andaluz de cualquier parte, pero parecía haber nacido en el bar, donde además había engordado y había aprendido a distinguir entre los que iban a dejarle fiado de aquellos que comprendían que el trabajo ajeno hay que abonarlo. Además, era un hombre generoso y esmerado en su tranquilidad. Nada lo alteraba; había aprendido que los estudiantes eran gente que aún no había madurado. Y también sabía que tampoco maduraban demasiado los propios profesores, a los que trataba por igual rasero.

Yo me pasaba el día en el bar, porque ya entonces era corresponsal de EL DÍA en la Universidad, y allí me encontraba con noticias referidas tanto a la vida común de la Universidad como a la vida de los estudiantes, que siempre estaban organizando cualquier jaleo. Un día organizaron una especie de juerga tolerada, para ver quién bebía más cerveza. Escribí una crónica sobre el tema. Los organizadores eran estudiantes de Derecho. Y yo titulé mi crónica Derechos a emborracharse. A alguno de los organizadores le pareció conveniente cabrearse y organizó una persecución para pegarme. Me protegió en su habitación el inolvidable amigo JJ Rodríguez, que luego desempeñaría importantes cargos en el Partido Socialista de Canarias.

Aparte de esa actividad periodística, la primera fija que me encargó EL DÍA, trabajé en la Biblioteca de la Universidad, que entonces dirigía don Marcos Martínez, si no me equivoco. Fue don Antonio González, el legendario rector, de cuyo centenario somos ahora testigos, quien me proporcionó ese empleo, por el que pagaban muy poco, pero bastante más que la beca de entonces otorgada por el Cabildo de Tenerife. Recuerdo de entonces, 1967, una discusión con don Marcos, sobre la figura del Che Guevara, que acababa de morir. Yo le dije los tópicos de la época y él me los rebatió. Ya pueden imaginarse quién decía qué en esa discusión.

Volvamos al bar. En esta visita del miércoles me produjo nostalgia no encontrarlo allí. La Facultad de Ciencias de entonces allí estaba, seguramente dedicada a otro menester, igual que la capilla. Y el sótano de Periodismo ahí sigue, una hermosa construcción en la que aún debe haber una inscripción en la que algunos declarábamos nuestro amor a nuestras compañeras Corina y Herminia.

Pero el bar ya no está, no quedan ni rastros. Era tan popular e importante entonces que Julio Pérez Hernández, exredactor de EL DÍA también y ahora un importante abogado, dijo de él: "Es el único bar del mundo que tiene universidad".

Ahora el bar no existe y la Universidad es más grande. Tan grande que ya excede con mucho las paredes por las que antes entrábamos y salíamos. Larga vida a la universidad. Y a la memoria de nuestro tan ilustre bar.