Trump no está solo insultando a los pobres, a los desheredados de la fortuna, a aquellos a los que esperaba la cuneta de la historia. O a aquellos que, siendo condenados a la cuneta de la historia, han sido capaces de plantarle cara a la desgracia y ahora viven mejor, con más dignidad que la que tiene el propio Trump. No está solo: hay muchos como él.

Él ha puesto de nuevo sobre la mesa del mundo una realidad que no ha parado de existir aunque se silencie; aunque haya palabras de respeto internacional para esos desheredados de África, de Oriente, de las Américas, no ha habido nunca una verdadera política internacional de salvamento de sus economías e, incluso, de sus vidas.

La diaria sucesión de muertes en alta mar, o en la tierra, de personas sin pan que viajan y se arriesgan en el viaje para buscar un mundo mejor en países mejor dotados significan, dichas de otra manera, los malos modos de Trump situando en la mierda a seres humanos que viven allá abajo y no son, por decirlo como él lo dijo, noruegos.

Así es la vida, tan lamentable como la estoy contando, y todos sabemos de dónde proviene el desprecio. Proviene del racismo. Todo desprecio hacia los seres humanos no nace tan solo del desdén, de la aporofobia, esa palabra que ahora ha acuñado la filósofa Adela Cortina para hablar del irrespeto a los pobres. Ese desprecio es racismo: pueden ser blancos también esos negros, esos asiáticos, esos indios latinoamericanos que cruzan fronteras. El racismo sitúa en el escalón ínfimo de las poblaciones a los que no tienen con qué subsistir, a los que los grandes, los poderosos como Trump, desprecian con palabras que no sólo han de doler en los países a los que se ha referido. Duelen, deben doler, en todas partes.

No soy comunista, pude haberlo sido, y ahora no es momento para explicar por qué luego sentí que no podía haberlo sido, pues pude haberlo sido perfectamente, porque participo de muchas de las convicciones de su credo. Pero no soy comunista. Y admiro la Internacional, cada una de las palabras de la Internacional. Creo que los pobres de la tierra han de manifestarse y luchar contra este tipo de dominación verbal, moral, e inmoral, que se refleja en las bravatas de Trump. Y lo siento así desde que, siendo un adolescente, un alcalde de mi pueblo se refirió a un muchacho que acudía a su puerta del Ayuntamiento para pedirle una beca.

Ese muchacho era yo. Dijo el alcalde que él no recibía pordioseros. Esa era una palabra horrible, lo sigue siendo, para decírsela a un muchacho. La generosidad de mi familia, la lucha que acometieron para que estudiara sin esa beca, la generosidad de los maestros que me acogieron sin cobrarme una peseta (don Luis Pérez, los agustinos, los salesianos) porque mi madre se empeñó, me salvó del rencor que hubiera sembrado en mí aquella grave desconsideración.

Y desde entonces, sin saberlo entonces, asumiéndolo después, me propuse luchar contra personas y palabras como aquellas que escuché aquel mediodía ante la puerta de la alcaldía de mi pueblo. Nadie es un pordiosero, nadie, ni el más pobre, es pobre de veras; en la íntima decencia de las personas está la dignidad del ser humano, y nadie tiene derecho, nadie, ni el más poderoso ni el más ladino, a despreciar a los demás por su origen, por su raza, por su falta de recursos. Al contrario, todos debemos ayudar a que los pobres de la tierra puedan seguir la senda de la educación, que es la base de la lucha contra la pobreza. Y los poderes públicos han de combatir para que no haya ni un niño sin estudios en ningún lugar del mundo. El poder de Trump hace eco de sus desconsideraciones, pero Trump no está solo en el descuido, en el desprecio, de los parias del mundo.

Arriba, parias de la tierra, en contra de lo que significa Trump. Muchos Trump he visto en mi vida. Eso, al menos, me ha permitido luchar contra tipos como él, ejemplos perversos de la inhumanidad.