Ayer, además del fútbol, el espectáculo estaba en la constitución del Parlamento de Cataluña, con sus diputados en el talego o exiliados en Bélgica y perdidos entre los mejillones. Lo primero fue un abuelete, presidente de la mesa de edad, que se metió un mitin patriótico de los que levantan a las masas, aunque ninguno de los diputados se emocionó lo más mínimo: unos por estar previamente convencidos y otros por estar previamente descreídos.

Los soberanistas se llevaron el gato al agua y se quedaron con el poder de la mesa del Parlamento. Que es una condición imprescindible para que el espectáculo pueda seguir. Porque al final, el gran momento surrealista, el punto álgido de la cosa calamitosa, es la toma de posesión del tal Puigdemont. La gran bufonada de un tipo que está a mil cuatrocientos kilómetros de Barcelona, después de salir por piernas para evitar que la Justicia española le metiera mano, y que quiere tomar posesión, participar en el debate de investidura y gobernar Cataluña a través de un plasma.

Lo tiene crudo. Sus compañeros de viaje no terminan de verlo. Hay cierta presión para que si de verdad quiere lapas se moje el culo. O lo que es lo mismo, que si de verdad quiere ser presidente tiene que entrar por el Parlamento para adentro, de cuerpo presente, para ser ovacionado, abrazado, votado, elegido presidente de todos los catalanes y detenido a las puertas del Parlamento, en cuanto acabe la sesión, por la policía. Lo cual sería la rechufla del mundo mundial y otro lamentable espectáculo de los que tanto nos gusta dar a los españoles.

Es difícil que Carles Puigdemont sea nombrado presidente a través de un plasma. No sé si la inteligencia española interceptaría la señal para colar un discurso de Albert Boadella en nombre de Tabarnia, pero yo no me fiaría ni un pelo de estas cosas de la tecnología, que siempre fallan más que una escopeta de feria. El último rumor afirma que el candidato, como Carrillo, entrará de tapadillo en España, disfrazado y con peluca (que no sé yo cómo se la va a colocar encima de la pelambrera que tiene) escondido en algún maletero o en una embarcación deportiva.

Entrar no es difícil. Lo que va a ser imposible es no acabar en el talego. Pero irse para Estremera como presidente del nuevo Gobierno autonómico es la perfecta campaña de imagen con la que sueñan los independentistas y el mejor combustible para avivar el fuego de un fervor popular que ya flojea. Y sin embargo, es tan inoportuno como inevitable. La imparable inercia judicial va a proporcionar un gran espectáculo soberanista. Un nuevo escenario en el teatro del absurdo en el que nos han metido los que se quieren cargar España: unos por no querer tocarla y otros por querer romperla.