El 20 de enero volví a San Sebastián, mi barrio de siempre, y a los ritos del mártir, el repique singular y el himno viejo, y como pude subí y bajé las cuestas de la procesión; abracé gentes de todas las edades, conocí nuevas sagas con apellido y apodo y repasé el salobre memorial de ausencias. La última me golpeó en la Plaza de las Flores y la compartí con amigos que la sufrieron como yo -Manolo, Luis, Loló, Jorge, Rafael- y otros tertulianos de un espacio ganado, en título y sentido, para la vida. A su modo y en su nuevo lugar, Pedro Cobiella nos sonrió, cercano, cálido y cordial; nos habló con su voz hermosa y emotiva, liberado de máquinas inevitables y horarios estrictos, con la sinceridad con las que soltaba sus emociones y su innata facilidad para ponerse en las situaciones y sentimientos de los demás.

Por extraño sortilegio, la triste y esperada noticia de su marcha desató -como en nuestras conversaciones torrenciales- tal cantidad y calidad de momentos vividos, de empeños mutuos e ilusiones compartidas, que la melancolía no apagó la luz ni los ecos de las horas llenas. En un santiamén reaparecieron libérrimos y eternamente mejores los seres queridos y los tiempos azules; los difíciles arranques en el oficio de la venta de aire, los deberes pagados y los trabajos a beneficio del alma; el teatro, a cubierto y en la calle; los espacios para llenar tiempo de una emisora pobre y sindical; las antologías -¡ay, Pedro- de poesía amorosa que iban de Gutierre de Cetina a los más profundos del 27 -Salinas, Cernuda- y, frente a tanta fineza, el fútbol del Bajamar, la dicotomía necesaria para quemar las energías vetadas en tantas parcelas; el ánimo y la defensa sin fisuras de cualquier iniciativa cultural en una ciudad plana y cerrada para una juventud bajo sospecha del delito -pecado o como quieran llamarlo- de los pocos años y las muchas ilusiones.

En las últimas charlas nos prohibimos caer en la nostalgia; en las simas dulces e irreversibles de los buenos años y, desde coordenadas más cortas, apostamos por el incierto y apasionante futuro. Tuve ocasión de recordar -en el adiós de Luis Grande, tu hermano y mi mentor- una profecía de tanto crédito que la repitieron los militantes del optimismo y hasta un sujeto tan sospechoso como Robespiérre ("la muerte es el comienzo de la eternidad si haces cosas para que te recuerden", dijo). Tú hiciste mucho y bien, quisiste mucho y bien, y -como le pude decir a tus hijos- con esa hoja de servicios y esa carga de amor nadie se marcha del todo. Gracias por tanto.