Deja Pedro Molina una estela honda de tesón, bonhomía y coraje. Es su legado el de su duro empeño en la recuperación y el reconocimiento pleno de la dignidad y la importancia de quienes, hombres y mujeres, mujeres y hombres, se entregan cada día al trabajo de la tierra y de todo cuanto a ella está unido, en especial el sector ganadero. Pedro Molina nunca entendió la labor del campo como una maldición bíblica; todo lo contrario. Para él las tareas agropecuarias eran una suerte de comunión gozosa con la fuente de la vida, el misterio de la naturaleza en perpetua renovación, en transformación constante y en reencuentro. Tenía alma de campesino de ley, el señorío que solo da el contacto sostenido con la heredad nutricia, una filosofía de la existencia humana en la que privaba la visión realista de las potencialidades y las limitaciones de lo insular, la sutil socarronería del que aprendió muy pronto a desconfiar de oropeles y vanos halagos, el velado desparpajo de quien supo conciliar modernidad y tradición con tanta sabiduría como naturalidad, y la humildad propia de los seres que han aprendido a caminar y a hacerse entre la soledad y la aventura del sostenido diálogo con la naturaleza, tan esquiva y tan generosa siempre; el relativismo de la vida del campo, el de las horas marcando su ritmo, puntual como el canto de los pájaros o el parpadeo de las estrellas; una calidad humana que se transparentaba en él tanto en el valor sagrado de la palabra como en el gesto, tranquilo a veces, otras rebelde o resignado y a despecho de las contingencias del diario vivir, y en la franqueza de la mirada. Se entiende que La Laguna lo despidiera en olor de multitud, como a los míticos labradores de la villa de arriba, los grandes señores del campo isleño de quienes se mantiene viva la memoria. No cabía otra forma en un pueblo que blasona con orgullo de su raíz campesina, la que el poeta García Cabrera exaltó en un romance inmarcesible de 1969.

*Periodista. Cronista oficial de San Cristóbal de La Laguna