Para quienes vivimos en las postrimerías del franquismo, el monopolio del Estado sobre loterías y quinielas, aquel viejo sistema que solo permitía la excepción del "cupón de los ciegos" (así se llamaban los premios de la ONCE antes del lenguaje de lo políticamente correcto), era un sistema más sensato. Un sistema que permitía canalizar la recurrente pulsión al juego de tantísimos ciudadanos, evitando que las empresas se enriquecieran con ello y utilizando los remanentes generados por el juego como complemento del presupuesto o aportación a una entidad solidaria. Con la Transición, el moralismo inherente a esa concepción fue disipándose: las autonomías regularon la aparición de casinos de juego, bingos, máquinas tragaperras y loterías regionales, que significaban una entrega adicional de recursos a los presupuestos regionales. También se adoptó cierta laxitud con actividades no reguladas o incluso prohibidas, y florecieron organizaciones que imitaban a la ONCE, algunas con un largo recorrido. Pero las loterías, sorteos y apuestas siguieron siendo, en general, actividades muy controladas por la administración. Hasta que llegó internet, y con él el acceso total a loterías estatales y páginas de juego y apuestas de todo el mundo. Un proceso imparable que durante años se desarrolló directamente entre el jugador y la página de apuestas, y que ahora cuenta con la intermediación de establecimientos dedicados a las apuestas deportivas. En Canarias esos establecimientos exclusivamente dedicados a apostar superan ya la treintena, además de haber colonizado muchos de los 250 salones recreativos de las Islas.

Las cifras son brutales: en Canarias se juega al año más de 43 millones y medio de euros en apuestas deportivas, una cantidad que casi cuadruplica lo que se gasta en quinielas de fútbol. Aunque en realidad la cifra no es del todo comparable: cuando alguien juega a las quinielas, hace una aportación concreta, lo que cuesta registrar su boleto. Cuando se apuesta, en general se siguen moviendo las pequeñas ganancias hasta que se agota la cantidad inicial en sucesivos lances, o hasta que se gana una suma significativa. Esa es la forma en la que juega la inmensa mayoría de los apostadores, por lo que las cifras que se ofrecen no responden al dinero que pierden los canarios apostando, sino al que se mueve en las apuestas, que no es lo mismo. Aun así, se trata de cantidades estratosféricas, y eso que Canarias no es una de las regiones españolas donde más se apuesta?

El último informe que desvela la extraordinaria expansión de las apuestas deportivas es el de la Fundación Codere, que en su último anuario revela los datos de 2016: en ese año, en España se jugó 1.425 millones en apuestas deportivas. Apuestas que generan, es obvio, ingresos al erario público en forma de impuestos. Y esa es la clave de la laxitud del Estado y de las Administraciones a la hora de destinar esfuerzos y recursos a combatir una adicción que cada vez afecta más a miles de ciudadanos, muchos de ellos jóvenes que pueden acceder a las apuestas a través de sus teléfonos y dispositivos. El Estado y las Administraciones siempre han sido muy hipócritas con este asunto. Pero hoy nos enfrentamos a una creciente epidemia de ludopatía social que produce un daño muchas veces irreparable a personas y familias.

Algo habría que hacer.