Se dice que la política es el arte de lo posible, y así suele ser en la mayoría de los sitios. En Cataluña, la política parece cada vez más la obsesión por lo imposible: el presidente del Parlament, Roger Torrent, aplazó "sine die" la fecha del pleno de investidura del presidente Puigdemont, que él mismo había convocado para ayer martes a las tres de la tarde, después del auto del Tribunal Constitucional en el que se acordó por unanimidad de los magistrados presentes prohibir la celebración del debate y la votación de la investidura presidencial, si esta no se realiza de forma presencial y con permiso previo del juez Llarena. La decisión de "aplazar" el pleno (un subterfugio para evitar que los plazos comiencen a contar) ha sido celebrada por el Gobierno Rajoy, que considera que la decisión de Torrent era inevitable, una "consecuencia obligada de la actuación del Estado de derecho". Torrent, muy al contrario, ha explicado que su decisión lo que persigue es garantizar los derechos parlamentarios de Puigdemont y su investidura, la quintaesencia de un voluntarismo que desafía toda lógica.

Sin entrar a valorar la pifia monumental del Gobierno de la nación al pretender una actuación "preventiva" del Consejo de Estado y el Constitucional que los magistrados sortearon con extraordinaria pericia jurídica, el hecho es que el auto del Constitucional es claro: para que la investidura de Puigdemont pueda celebrarse, él debe estar presente. Y para acudir al Parlament, previamente debe ponerse a disposición del juez que instruye su causa, y del que huyó a Bruselas. Es dudoso que Puigdemont, que ha demostrado una estrafalaria cobardía a la hora de asumir sus responsabilidades como principal responsable del "procés" y la puesta en marcha de la fantasmal "República Catalana", asuma -como debería hacer- presentarse en el juzgado y ponerse en peligro de dar con sus huesos en el trullo. El tiempo de los heroísmos se ha acabado: con Junqueras y los Jordis en prisión, aquí no se la juegan ni Puigdemont ni Torrent. La CUP puede estar dispuesta al sacrificio, pero el resto ya sabe a qué suena acabar entre rejas y con los bienes confiscados. Por eso, lo que los dirigentes del independentismo están protagonizando es una suerte de juego del ratón y el gato, una mascarada, un vodevil.

No sé cuánto podrán aguantar este teatrillo. Pero mientras lo hacen, el Govern sigue paralizado, la autonomía continúa intervenida, y nadie se ocupa de las cuestiones importantes. Puigdemont y su tropa están haciéndole un flaco servicio a Cataluña, a la convivencia entre catalanes y entre los catalanes y el resto de los españoles, al prestigio internacional de una de las regiones más dinámicas y modernas del país, al turismo y a la economía. Una economía que entre octubre y diciembre del año pasado creció apenas medio punto, tres décimas menos de lo que había crecido el trimestre anterior y dos menos que en el conjunto de España. Son datos aportados ayer mismo por la Cámara de Comercio de Barcelona, que ha explicado también que los mayores daños se han concentrado en el turismo, el comercio y la construcción, mientras la exportación ha sostenido a la industria. La Cámara asegura que si la situación de bloqueo institucional persiste, habrá que seguir reduciendo las previsiones de crecimiento de este año, que ahora son del 2,7 por ciento.

Mientras Puigdemont se entretiene en su autoimpuesto exilio por Bruselas, Cataluña se instala en un bloqueo institucional que -si continúa- abocará irremediablemente a unas nuevas elecciones. Otro disparate más, ya sufrido por los españoles hace apenas año y medio; otra pérdida de tiempo que nos demuestra hasta qué punto Cataluña es la versión daliniana de este país surrealista que conocemos por España.