La petición registrada hace pocos días en Change.org por el padre de la joven Diana Quer, junto a las familias de Marta del Castillo y otras víctimas de graves crímenes, pidiendo al Congreso de los Diputados que no apruebe la proposición de ley de derogación de la prisión permanente revisable, ha alcanzado ya más de un millón y medio de firmas. Un millón de firmas para evitar que se derogue la modificación del Código Penal, tramitada en marzo del 2015 por el Congreso de los Diputados, como parte de la Ley de Seguridad Ciudadana, con los únicos votos del partido conservador y al final mismo de la legislatura 2011-2015, en la que el PP contaba con mayoría absoluta.

La derogación de la prisión permanente responde a una iniciativa del PNV, presentada en octubre de 2017, que cuenta con apoyo de todos los partidos nacionalistas, del PSOE y de Podemos y con la probable abstención de Ciudadanos. La prisión permanente siempre ha estado rodeada de polémica y sujeta a una demanda por inconstitucionalidad presentada por los socialistas. De hecho, su aplicación bordea el incumplimiento del artículo 25.2 de la Constitución española, que establece que "las penas privativas de libertad y las medidas de seguridad estarán orientadas hacia la reeducación y reinserción social?". La prisión permanente choca con el concepto mismo de reeducación y reinserción, matizado por la opción de ser revisable.

Por otro lado, la aplicación de la pena es extraordinariamente restrictiva, de hecho únicamente se ha aplicado en una ocasión desde su entrada en vigor. En 2012 se planteó por primera vez como un mecanismo excepcional para tratar delitos de terrorismo, un sustitutivo del "cumplimiento íntegro de las penas" por terrorismo, con el que el PP había coqueteado durante los años de Zapatero. En el 2015, el número de delitos para los que se preveía usar la prisión permanente aumentó a una lista más amplia, de supuestos de excepcional gravedad (asesinatos especialmente graves, delitos sexuales, cuando la víctima sea menor de 16 años o una persona especialmente vulnerable, homicidio del jefe del Estado, su heredero, o jefes de Estado extranjeros y en los supuestos de genocidio o crímenes de lesa humanidad). La pena implica la imposición de prisión permanente (una suerte de cadena perpetua), sujeta a revisión tras el cumplimiento íntegro de una parte relevante de la condena, cuya duración depende de la cantidad de delitos cometidos y de su naturaleza. El reo puede lograr tras ese tiempo, si se produce arrepentimiento, la libertad condicionada a no cometer nuevos delitos. El hecho es que estamos más ante un debate de fuero que de huevo: son centenares de miles las personas que consideran que en este país el asesinato cuesta poco en términos de prisión, pero la prisión permanente revisable no ha venido a resolver eso: por ejemplo, a José Enrique Abuín, asesino confeso de Diana Quer, no podrá aplicársele. Su aplicación es tan restrictiva que la pena tiene muy escaso valor: introducir en el código penal una posible vulneración constitucional que no resuelve nada parece responder más a la obcecación y demagogia política que a la contención de los delitos.

Lo que se precisa es un debate serio sobre la eficacia de las políticas de reinserción, sobre los recursos que se requieren para aplicarlas, sobre las penas en casos de delitos singularmente graves, además de la puesta en cuestión de los mecanismos que acortan automáticamente el cumplimiento de las condenas. Es un debate complejo que requiere sensatez política y claridad pública. No se resuelve inventando leyes inaplicables y haciendo creer a la gente que esas leyes sirven para mejorar la seguridad. Eso es puro populismo.