Solemos gastar el recurso a la Historia, utilizando el término histórico con más frecuencia de la debida, pero el 8 de marzo fue sin duda un día histórico. Lo fue por las multitudinarias manifestaciones feministas en todo el mundo, una demostración más de que la globalización planetaria es completamente imparable y de que la Humanidad debe avanzar junta, porque los problemas que nos afectan son comunes. También lo fue porque en medio de las movilizaciones multitudinarias, otro acontecimiento histórico, este de signo negativo, nos pasó casi desapercibido...

Pasándose por el mismo arco de triunfo las reiteradas advertencias de Europa, Japón, China y sus otros aliados, el presidente Trump cumplió el jueves sus amenazas y aprobó aranceles de un 25 por ciento a las importaciones de acero y del 10 por ciento a las de aluminio, de las que de momento ha dejado fuera a México y Canadá, pendiente de las negociaciones del Tratado de Libre Comercio. Trump se hizo acompañar de trabajadores de la industria del metal en la firma de los decretos arancelarios, realizada en el despacho oval, lanzando el claro mensaje de que su "America first" -"leit motiv" de la campaña electoral trumpiana- va absolutamente en serio. El proteccionismo enfada a su partido, que ha sido durante décadas el principal defensor del libre comercio, provoca una carta muy crítica de un centenar de congresistas republicanos y despierta la oposición de la gran industria y Wall Street. El presidente no ha escuchado al Pentágono, que le ha advertido de las consecuencias que esta guerra comercial puede tener para la seguridad nacional, y ha provocado la dimisión del presidente de su consejo de asesores económicos, Gary Cohn. Trump se queda prácticamente solo en la Casa Blanca con su gurú Peter Navarro, adalid de esta peligrosísima guerra comercial contra Europa, que tanto él como Trump consideran "buena y fácil de ganar". Una guerra que no ha hecho sino empezar y a la que se incorporarán muy próximamente nuevos frentes y desafíos.

El primero será al parecer la imposición de barreras arancelarias a productos manufacturados chinos, concretamente lavadoras y placas solares. Una auténtica provocación -China solo supone un porcentaje del 2,7 por ciento de las compras de acero de EE UU-, que llega en un momento en el que una parte muy importante de la deuda pública estadounidense está precisamente en manos chinas. China ya ha contestado calificando la decisión de Trump como "un ataque grave a la normalidad del orden comercial internacional". Un desastre de proporciones expansivas, que destruirá la economía de los países emergentes, desatará la respuesta europea y puede bloquear la economía mundial. Y además no está nada claro que permita mejorar el crecimiento y el empleo en EE UU.

Trump es el rey de la ocurrencia: se mueve por impulsos y creencias, no por lógica económica, y va a provocar que su política ultranacionalista sea imitada en todos lados, desatando una espiral de cierre de mercados y beligerancia contra los productos USA. La decisión de volver al viejo proteccionismo estadounidense, además de provocar ya estrepitosas caídas en Wall Street y el resto de las bolsas del mundo, ha disparado la razonable rabia de los territorios más afectados, aunque otros intenten llegar a acuerdos bilaterales y aprovechar la mano tendida del presidente a los países que "demuestren ser verdaderos amigos", a los que -graciosamente- se podrían aplicar tarifas arancelarias diferentes. Este tiende a convertirse en un mundo cada vez más peligroso. Un mundo hecho a medida de aventureros como Trump o cínicos autoritarios como Putin.