Un fantasma recorre España, el fantasma de los microfranquismos. Apareció por Arco, donde una galería asustadiza dejó en blanco una pared para escarnio de la feria y regocijo de los que buscan con lupa, o con cazamariposas, a los que se desmanden. Luego siguió en un juzgado, donde un juez igualmente asustadizo leyó con asombro postergado el "Fariña" de Nacho Carretero, publicado hace cinco años y condenado ahora a no ser publicado.

Y ahora estamos rodeados de recados que remiten a otros tiempos de España, los tiempos en que el franquismo era la idea predominante. Ahora coexisten ideas e ideologías, pero da la impresión de que cada uno, en cualquiera de los partidos, lleva dentro un franquista, tal es el clima de arrogancia, o de prepotencia, que unos y sus contrarios exhiben para defender aquello que consideran sacrosanto.

Los microfranquismos, pues, no surgen sólo en los que siguen teniendo en sus almas los rescoldos del régimen que hace cuarenta años se hizo el harakiri. Aquella fue una educación sentimental y política que, marcada también con el acuerdo de la Iglesia, se ha quedado a fuego en las generaciones que nacieron entonces y, por contagio, se ha ido incubando en los genes y en los espíritus que vinieron después.

Tengo muchos amigos (quizá yo mismo esté entre ellos, no digas nunca de este agua no he bebido) que jamás aceptarían que aquel virus anidó en sus entretelas. Pero de vez en cuando los observo (y me observo) y les veo en sus gestos adustos de "no sabes con quién estás hablando" que en efecto el sarpullido lo llevan dentro.

El microfranquismo transita también por las instituciones. Ahora está el famoso caso del examen de Cristina Cifuentes que no se produjo (o que sí se produjo, ella ha dicho de todo). La señora Cifuentes ha sido tan contradictoria, ha mostrado tantas idas y venidas con respecto a esta pirueta biográfica tan abracadabrante, que ahora ya no se sabe dónde está el huevo o dónde está la gallina. Por resumir: ella tenía que examinarse, no se examinó: en su curriculum académico del dichoso máster decía "No presentado". Después resultó que sí se presentó, y que tuvo un 7,5, notable. Luego se volvieron a enmarañar las cosas, y cuando escribo este texto nadie sabe nada, y ella tampoco, porque una gripe sobrevenida le ha nublado el entendimiento.

Para ese asunto yo tengo una respuesta. Era costumbre, en el viejo régimen, que quienes tenían manga en los exámenes, para obtener buenas notas o para dictarlas, podían hacer lo que les diera la gana con sus exámenes, al grito siempre instructivo de "eso te lo arreglo yo", o bien con el grito de "tú que puedes, arréglamelo, es una tontería sin importancia".

Eso ha pasado y eso es probable que pase, a no ser que ahora la gente espabile y, tras el caso Cifuentes, unos y otros sientan que es mejor ser respetuoso con el orden de lo público.

El microfranquismo. El último miércoles, al volver de Tenerife, me encontré condenadas varias estancias correlativas de la T4, zona de equipajes. Guardias civiles, hombres y mujeres, guardaban la zona, la mitad del citado espacio. Me identifiqué como periodista y los agentes me dijeron, con ese aire de orden terminante que tienen los agentes cuando guardan un espacio vacío, que era asunto reservado, que siguiera circulando. Circulé, claro, pero indagué en otras fuentes. No había atentados, ni amenazas: lo que ocurría era que el ministro de Fomento, Íñigo de la Serna, rendía visita al aeropuerto. Como jefe de Aena necesita un amplio espacio, se ve, y que éste estuviera vacío. Eso no es microfranquismo, me parece. Es franquismo puro y duro.

Otros sarpullidos han ido yendo y viniendo, de juzgado en juzgado, sobre todo; a una revista la condenan por zaherir a un torero, a un actor lo incriminan por decir de Dios de todo menos bendito. Y así sucesivamente. Al microfranquismo se lo ve llegar a lomos de un burro antiguo, la intransigencia, la fe inquebrantable en valores eternos, patrióticos, religiosos o ideológicos. Miren adentro y verán al microfranquista que los acompaña.