Es final de marzo y estoy rodeada de trevinas amarillas iridiscentes que brillan con la luz del sol, radiantes margaritas blancas y violetas, el jazmín ha comenzado a apoderarse de la pared del vecino y todos los árboles renacen tras el invierno. Los árboles, las plantas y la realidad visceral de las cosas que me rodean, y su abundancia estacional, me recuerdan que el campo es nuestro estado natural en la isla, y que todo aquí revierte al campo si se lo deja solo. De pequeña crecí en el lugar que acabo de describir, en Tacoronte. Ha ido cambiando desde entonces. De las calles de tierra y las casas viejas descuidadas hemos pasado al asfalto, a la organización más eficiente de la agricultura y a valorar los lugares históricos. Ahora, en el mundo, el campo es un espacio de experimentación, donde la ciencia, los drones, el mapeo por satélites y la producción agrícola se van combinado y cambiando en esta revolución tecnológica en medio de la que vivimos.

A medida que más personas migran a las ciudades de nuestro mundo, a la vez se está reconsiderando lo rural. Pero la ilusión del idilio rural está en tensión con su realidad y con el trabajo que sigue conllevando.

Desde las despobladas laderas japonesas de Koshirakura, pasando por las desérticas islas de Fuerteventura, Sal o Boavista, a las tropicales Islas Marshall expuestas a la radiación después de las pruebas nucleares de los años 50 y ahora amenazadas por el aumento del nivel del mar, los paisajes rurales en todo el mundo están bajo presiones urgentes. También las formas "normales" de la práctica de la arquitectura en el campo están cambiando.

Hay arquitectos que llevan muchos años repensando el campo desde antes de la digitalización, arquitectos como Glenn Murcutt y Richard Leplastrier. Ellos han encontrado dentro del encorsetamiento de las leyes un espacio flexible que cualquier autoconstructor podría adaptar a sus necesidades: con buen gusto, sentido común y un poquito de imaginación. Usando secciones estándar y elementos prefabricados, lo que significa economía, internamente el espacio libre se puede usar como un taller o estudio, como lugar de almacenaje o como un espacio doméstico. Algo así como la antigua casa salón que heredamos de Venezuela y que proliferó por todas las laderas de la isla, pero con belleza y atención al paisaje.

Vivimos el mayor cambio social en la historia de la humanidad, donde, a un ritmo sin precedentes, nos estamos volviendo urbanitas, abandonando el campo por la ciudad, indiferentes a lo bucólico. Tal es la tendencia que parece que construir en los espacios aun rurales se cuestiona porque no es sostenible, y en parte es cierto. Pero cuando, el paisaje y la naturaleza se entretejen en el tejido de nuestra vida, inseparables de nuestra historia personal, la de casi todos los isleños, la del día a día de nuestra niñez, y esa relación intrínseca y fundamental con el mundo natural forma parte de nuestra educación y recuerdos más bonitos, cuando creces recorriendo en bicicleta los paisajes rurales que rodean tu casa y la de tus amigos, entonces ves el campo de otra manera y quieres que sea posible encontrar una solución.

Mi abuela Lupe siempre sabía de manera instintiva y precisa cómo los patrones de luz diurna del amanecer y el atardecer diferían del día anterior. Ella era la primera en detectar los cambios sutiles en el color en invierno, y mucho antes de que lloviera ella ya sabía que la lluvia vendría pronto. Esa niñez semisalvaje en el paisaje de Tacoronte, y de todo el norte de la isla, se ha perdido. La calle ya no es espacio de relación. Sin embargo, podría serlo, con cariño y confianza en la arquitectura. El paisaje, la naturaleza, el campo, como una familia más amplia, es parte de lo que somos. Y podemos aprender, a la hora de construir, que la belleza está en la geomorfología, la hidrología, los vientos alisios, nuestra topografía volcánica, la flora y la fauna, los imperativos patrones climáticos de cada lugar combinados el sentido común de saber que hay que respetarlos