Cuando nadie prestaba atención al tema de Cataluña, hace ya algunos años, unas pocas voces se ocuparon de denunciar el crecimiento de un independentismo pacífico pero imparable. Al contrario que los vascos, los catalanes establecieron el campo de batalla en el terreno de la doctrina. Veinticinco años de inmersión lingüística y educación en la conciencia nacional catalana, crearon el caldo de cultivo para el asalto al Estado. La segunda parte consistía en ganar la batalla de la imagen internacional.

Gandhi defendió el discurso de la no violencia para conseguir la independencia de La India aprovechando la debilidad del imperio británico. Para los líderes catalanes ha sido fundamental que todas las acciones de desafío al Estado español se hayan producido con la máxima tensión, pero sin víctimas. Cada paso, cada vuelta de tuerca, ha sido pensado para la exhibición ante los medios de comunicación y la sangre queda muy mal en los informativos. La secesión de Cataluña es una guerra mediática que, de momento, no les va mal a efectos de imagen exterior.

Pero quienes evaluaron la debilidad del Estado español se equivocaron. Pensaron que el mejor escenario se daba con un gobierno en minoría, con un presidente Rajoy titubeante y una oposición socialista dispuesta a apoyar cualquier cosa que debilitara al PP. Pedro Sánchez, el líder socialista, parecía dispuesto a apoyar la autodeterminación de Cataluña. Lo mismo que Pablo Iglesias, de Podemos. Lo que probablemente arrinconase a la derecha en una posición radical y solitaria.

Tuvieron un error de cálculo. Al final todo se reduce al choque entre el orden y el desorden. Y a que la gente suele asustarse ante el caos. La idea de la ruptura del Estado movilizó a los barones socialistas y Pedro Sánchez optó por cerrar filas con el Gobierno a favor de la Constitución. El referéndum de independencia se declaró ilegal, pero llegó a celebrarse a trancas y barrancas sin más valor -otra vez- que el de las cámaras de televisión. Se aplicó el 155 y el Gobierno español intervino en Cataluña. Y a partir de las elecciones autonómicas el independentismo entró en estado de coma. Líderes procesados o exilados. Broncas internas por el candidato a la Presidencia. El espectáculo empezó a volverse contra sus principales actores cuando el guión empezó a escapárseles de las manos.

Cuando el relato pierde tensión emocional y se estanca, la audiencia deserta. La plácida fuga de Puigdemont y la resignación de los forzados reclusos procesados por el referéndum, necesitaba de un pequeño empujón porque estaban aburriendo hasta a los más muertos del cementerio. La detención del ex presidente catalán en Alemania y las órdenes de detención cursadas contra el resto de los fugados, vuelven a echar un poco de leña al fuego argumental. Tal vez incluso tape el fracaso de un independentismo enfangado en sus divisiones y odios mutuos. El Estado español no se romperá. Pero no será por lo bien que lo hace.