Desde los médanos, la brisa atlántica navega hacia tierra, rumbo a la terraza del restaurante El Ancla, maniobrando y colándose entre un nutrido y heterogéneo grupo (gentes de la restauración, periodistas, gráficos, pescadores, biólogos marinos y hasta guiris) que se arremolinan curiosos y en silencio junto al altar de sacrificio.

El chef Juan Carlos Clemente, ataviado con mandil, provisto de guantes de látex y armado con templados cuchillos japoneses, se prepara para el ritual del ronqueo, que es así como se define el particular sonido del cuchillo al entrar en contacto con el espinazo del animal durante la tarea de despiece.

Son las siete y media y la noche aún no ha caído sobre la playa de la Jaquita. Las dos especies, humano y pez, vuelven a encontrarse, pero esta vez el atún rojo, patudo en Canarias, descansa inerte, tendido sobre la mesa, con sus enormes ojos redondos, aunque bien abiertos, ya sin vida. En su cola figura una etiqueta bien visible, de color amarillo, donde se indica la fecha y el lugar de su captura: 2 de abril, en aguas del Archipiélago, y también el arte utilizado: carnada viva.

Con una longitud de dos metros, medidos desde la punta de la cabeza a la cola, y un total de 156 kilos de peso (del que se aprovecha para el consumo alrededor de un 65%), la lectura de los radios espinosos confirma que el animal podía contar entre diez y doce años. "Hay que ser respetuosos con quien ha luchado en la mar durante todo este tiempo, arriba y abajo, sin descanso", sentencia Clemente.

Con una cuota asignada para los buques canarios que asciende a 255 toneladas para la campaña de 2018, en los cuatro primeros días ya se había capturado el 50%.

La reivindicación de un reparto más equitativo para la flota artesanal isleña flota en el ambiente.

Con el corte de la cabeza y la cola comienza el ronqueo. El silencio suena expectante. Y aunque toda decapitación suponga un momento grave, en este caso, lejos de tratarse de un ajusticiamiento, más bien representa un acto ceremonial y sumamente delicado.

Al separar la cabeza del cuerpo aparece la parpatana, que contiene la mandíbula inferior y el collar del cuello. Con la precisión y el temple de un cirujano, Clemente se presta entonces a dividir la pieza en cuartos: dos negros o superiores y dos blancos o inferiores, mientras va recitando, pausada y pedagógicamente, las diferentes partes que va extrayendo. "Con esta parpatana vamos a preparar unas deliciosas gyozas", dice.

Siguiendo los pasos de un estricto protocolo de disección, el ataque a la cola blanca se inicia con el desollado de la tan deseada ventresca, esa pieza carnosa, de sobresalientes vetas de grasa, que resulta ideal preparada a la brasa o bien cruda, a modo de sashimi.

A continuación se separa el tarantelo, la masa triangular de músculo que se encuentra sobre la ventresca en una posición anterior a la cola blanca.

"Del atún se aprovecha todo, como del cochino", subraya el chef gomero, al tiempo que apresta a sus ayudantes para que trasladen cuanto antes las piezas a la cámara de frío. "Necesitan unos días para que el corte se siente", explica.

Luego, con un acompasado ritmo y sin aparentar apenas esfuerzo, los cuchillos se hunden para ir extrayendo los descargamentos y descargados, con los que en Andalucía se suele elaborar la mojama, y trabajar a continuación en el espinazo. "Rascando con la cuchara se aprovecha una gran cantidad de carne", la de los músculos que han convivido con las espinas y que prácticamente se deshacen.

De la cola negra, y tras escindir el sangacho, la parte más oscura del atún, de un sabor marino muy potente y con la que, en palabras de Clemente, el reconocido pastelero tinerfeño Alexis García va a elaborar "unos exquisitos panes", se separan los lomos alto y bajo. También el solomillo, una veta que marca un corte desde donde se obtiene el mejor tartar.

Una mirada de frente a la espectacular cabeza, ese fantástico yelmo que durante todo este tiempo ha permanecido como testigo del proceso, se anuncia la fase final del ronqueo. De esa unión entre cabeza y cuerpo surge entonces el galete, equiparable en intensidad al rabo de toro; las faceras, "las carrilleras del atún", señala Clemente, "unas piezas ideales para confitar".

Y como por arte de prestidigitación van apareciendo del interior de aquella hermosa armadura troncocónica los morros, ricos en grasa, y los morrillos, esas puntas del lomo que surcan el interior de la cabeza, como también el contramorro...

Así, entre aplausos, Clemente susurra algo al oído del patudo.