Algo más de tres mil menores canarios viven hoy bajo tutela administrativa, en la mayor parte de los casos porque sus familias carecen de condiciones para hacerse cargo de ellos y estaban en situación de desamparo; o porque esas mismas familias no supieron evitarles el caer en la delincuencia y están ya sometidos a medidas judiciales. La relación existente entre las dos causas que llevan a la tutela administrativa es muy grande: muchos de los menores sobre los que pesan medidas judiciales fueron previamente niños en desamparo, hijos de familias rotas o desestructuradas, niños que sufrieron abusos o pertenecen a grupos familiares donde se han producido situaciones de maltrato o de violencia machista.

Los medios con los que cuenta la Administración regional para hacer frente a esta situación son escasos: la jueza Martell explicó la semana pasada en la comisión de Asuntos Sociales del Parlamento regional que atender las necesidades de estos chicos y chicas -en muchos casos desahuciados por sus propios padres y madres- es una responsabilidad que supera los recursos y posibilidades de actuación del sistema judicial y de la Dirección General del Menor, organismo responsable de atender a los menores en situación de dificultad en la Administración regional. Para la jueza, promotora de un proyecto que persigue favorecer la inclusión social de los adolescentes, los problemas de los menores requieren necesariamente de la actuación conjunta de todas las áreas del Gobierno. Y tiene razón. Las medidas que se adoptan desde la Justicia, destinadas a proteger -a veces de sí mismos- a jóvenes que no son todavía penalmente responsables de sus propias acciones, precisan no sólo de una toma de conciencia de la enormidad del problema por parte de las familias, las organizaciones sociales y las administraciones, sino también de un compromiso real con la infancia de todos los estamentos y grupos interesados.

Llevo casi cuarenta años dedicado al ejercicio del periodismo y esta -denominada #Up2you- es la primera iniciativa que recuerdo que persiga algo más que responsabilizar a unos u otros de la peligrosa deriva de los centros de internamiento y los conflictos en las casas de acogida. Recuerdo, eso sí, quejas vecinales y movilizaciones contra la construcción de un centro para menores en el vecindario, y denuncias por la instalación de casas de acogida en edificios residenciales. Y también recuerdo, por supuesto, el continuo rifirrafe partidario y la búsqueda de responsabilidades que tirarse a la cabeza entre políticos.

Esa es la atención que -desde la sociedad y los medios- se presta a un problema cada día más complejo, más grande y más grave, que es el del crecimiento de una marginalidad adolescente, instalada en un nihilismo barbarizante y autodestructivo. Como mucho, algunos exteriorizan su iracunda sorpresa ante el hecho de que jóvenes vándalos desilusionados de la vida a los catorce años, se vuelvan violentos y salvajes y todo les importe una higa.

Vale. Ya no es tiempo de creer en milagros ni en soluciones definitivas para nada. Pero hay cosas que se pueden hacer, y el proyecto de la jueza Martell es una de esas cosas. Si con esa iniciativa se logra reconducir en la dirección correcta a cien o a diez o a uno de los tres mil jóvenes perdidos, algo se habrá hecho. Algo bueno.