Para los que venimos del frío de la peor dictadura de la Europa animada, y entristecida, por el fascismo y la guerra mundial, José María Íñigo es una figura inolvidable y trascendental. Con él nació la era moderna a la televisión en blanco y negro, se pudo hablar de música en inglés en la pequeña pantalla, se hicieron entrevistas normales a personajes normales o extraordinarios, y la caja en la que veíamos los partidos del primero de mayo empezó a ser moderna o por lo menos visible.

Ahora ha muerto José María Íñigo, demasiado joven para todo aún, y sobre todo para haber hecho tantísimas cosas, rescatado para la radio por Pepa Fernández, generosa y brillante directora del magazín de los sábados de Radio Nacional de España. Con ese material de su memoria, con la música que se sabía, con la naturalidad que ya puso en marcha en tiempos que no eran naturales sino impostados, José María Íñigo le dio a la radio, de nuevo, instrumentos para entender la realidad quitándole la caspa a la sociedad y a la cultura y, sobre todo, a la difusión de la música.

Pongo énfasis en todo lo que supuso y en ese rescate de Pepa Fernández porque no es común entre nosotros este tipo de operaciones: grandes periodistas o profesionales de cualquier género, de otros tiempos, que tienen ahora la edad que tenía Íñigo al morirse han sido víctimas de la hoz con la que se cortaron las cabezas, las voces y las miradas, de personalidades de nuestra cultura y de nuestra civilización profesional.

La cosa empezó cuando éramos más ricos, a principios de los años noventa, y siguió cuando éramos pobres otra vez, en los años 2000. Primero, porque había dinero y se podía prejubilar a los 50 años a personas en el uso perfecto de sus facultades, con sueldos extraordinarios que se convirtieron enseguida en pensiones muy apetitosas. Y después porque no había dinero para mantener (eso se decía) plantillas demasiado gruesas. En esa tarea de demolición del talento desaparecieron (en nuestro caso, el del periodismo) grandes contribuyentes a la historia del oficio, y se desmembraron e inutilizaron redacciones que los necesitaban para seguir siendo lo que fueron. Eso sucedió también en otros ámbitos, en la banca, en Telefónica, donde también se cercenaron puestos de trabajo que tenían al frente a personas de menos de medio siglo y que ya no siguieron en la vida laboral con las nefastas consecuencias para ellos, para sus familias y para sus empresas.

Fue como si así se declarara la era moderna. Estos valen, porque son jóvenes; estos no valen, son viejos. Esa eliminación sistemática, por el sistema de la edad, sobre todo, alcanzó de lleno a Radiotelevisión Española, donde un ERE de vacas gordas dejó fuera de la vida laboral a grandes personalidades, a buenos profesionales, del oficio de informar por ambos medios. Fue un mensaje terrible que otras empresas siguieron diestramente hasta hacer siniestro el panorama del futuro.

En medio de esa debacle a la que fue sometido el oficio reapareció Íñigo, como colaborador de Pepa en Radio Nacional de España. Un símbolo de otra era, renaciendo de las cenizas de una empresa que, con su gemela TVE, partió de las épocas oscuras del franquismo y, en la era moderna, trataba de cuidarse de aquellas herencias.

La injusticia patria convirtió a Íñigo, por ejemplo, en una pesada herencia; aquel bigote que simbolizó la modernización del gusto musical en España quedaba obsoleta en la política de las nuevas caras. Y nos perdimos a Íñigo como materia prima de la televisión, prematuramente jubilado. Lo que hizo Pepa Fernández por él es emocionante y bello; y él devolvió, con talento y bonhomía, mucho de lo que aprendió en aquella época para enseñar ahora que el periodismo que hizo estaba tan vigente y era tan lozano como el que vino después. Descanse en gloria el gran profesional.