Cruzar el océano Atlántico supone, en la época actual, unas pocas horas de avión. Los países están cada vez más cerca y muchas cosas empiezan, desafortunadamente, a ser iguales en todas partes. Cuando era más joven volvía de Londres con aftereight y galletas de mantequilla; también rastreaba en Candem Town buscando ropa diferente. Ahora las chocolatinas son casi las mismas en todas partes (aquí aún nos queda el Huesito) y las grandes multinacionales de la ropa (algunas españolas) monopolizan e igualan las prendas con las que nos vestimos en todo el mundo. Pero, a pesar de todo eso y aunque cueste, cada país lucha por mantener su identidad, sus raíces y sus costumbres y el cine y la televisión que se hacen en cada país reflejan esa identidad, esas costumbres y esa manera de ser.

Yo pensaba en todo eso mientras me encontraba en un Banco Wells Fargo (que había visto en tantas películas americanas) de Los Angeles yendo a cobrar dos cheques, una de las particularidades que Estados Unidos mantiene. La primera vez que fui a Estados Unidos fue en 1987 y los cheques se usaban habitualmente en Texas, donde vivía, para pagar todo: la compra, la gasolina, lo que fuera. En España se usaban, no mucho, pero se veían. Treinta años más tarde, en Europa nadie paga con cheques mientras en Estados Unidos, cada viernes al acabar el rodaje, el jefe de producción entrega un cheque a cada miembro del equipo. Yo me encontraba en el banco dispuesto a cobrar dos cheques en los que aparecía mi nombre y me sentía como en una película americana. La empleada del banco me pidió dos documentos de identidad para comprobar quién era y me explicó que uno debía estar en ingles. Le entregué mi pasaporte y mi DNI, los miró atentamente, me pidió que firmara los cheques y, entonces, fue cuando entré definitivamente en la película americana: la señorita me puso delante un tampón de tinta y me pidió que pusiera mi huella dactilar en los cheques. Estaba en Los Ángeles, California, sede de las más avanzadas empresas tecnológicas, a mi derecha había una pantalla táctil y, de repente, enfrente de mí apareció ese tampón circular de tinta negra del tamaño de un posavasos. Dudé, pregunté si era obligatorio y, ante la respuesta afirmativa, le comenté que parecía una escena de unas elecciones africanas o de algún país devastado después de una guerra. Ella sonrió y me dijo que iba a necesitar también un pelo para poder identificarme. Volví a dudar, me enfadé, me desenfadé y, ya metido en el papel, estaba dispuesto a pedir unas tijeras para cortarme un pelo cuando, sonriendo, me dijo que lo del pelo era una broma, pero que si no estampaba la huella en el cheque no podía pagarme. Elegí el pulgar, planté mi huella en los cheques, como en una escena de una película de posguerra, y cogí los dólares.

Cada país tiene sus costumbres pero, desgraciadamente, no todos los países tienen una industria cinematográfica. No todos los países tienen la suerte de poder ver historias locales y en su idioma y, eso que nos parece normal en algunos sitios es imposible en muchos otros. Me encontraba asistiendo al festival de Cine del Sur y Este de Europa y allí, en Los Ángeles, en la meca del cine americano, el festival exhibía películas de países tan inesperados como Georgia, Albania o Kosovo, entre muchos otros, que luchaban por tener visibilidad, por enseñar cómo era la vida en esos sitios, sus inquietudes y también, cómo no, sus miedos.

Hawaii, la película que presentaba, inauguró el festival en la gala de apertura y un interesante documental serbio cerraba el festival justo antes de que el jurado diera a conocer los premios. Esos premios, para nuestras películas, significan más oportunidades, más festivales y más público, además, claro, de un reconocimiento al trabajo hecho. Se dieron los premios a los cortometrajes, al mejor documental y llegaba el momento de los premios a los largometrajes. Sabía que el jurado lo formaban seis personas de diferentes nacionalidades, de diferentes sensibilidades y, seguro, de diferentes gustos, que tenían que elegir entre once películas de once países diferentes; aquí no había uniformidad, aquí había diferentes propuestas, lenguas, historias, géneros y culturas. A lo mejor por eso, Hawaii, con título americano, director español y rodada en rumano, ganó dos premios. A lo mejor no todo el cine debe ser de superhéroes, a lo mejor debemos proteger nuestra chocolatina y nuestra cultura y a lo mejor debemos vestirnos de una manera un poco diferente a la de nuestro vecino. Los americanos siguen pagando con cheques y lo defienden porque es suyo y a lo mejor nosotros también debemos luchar por ser nosotros mismos. A lo mejor debemos creer en la diferencia y huir de la uniformidad.