Con el advenimiento de la democracia, la ciudadanía tuvo que reciclarse de nuevo, de tan acostumbrada que estaba a la dificultad de opinar verbal o literariamente, porque de inmediato le surgía el dinosaurio del censor de negro, que abría su dentadura y emitía un rugido amenazador, capaz de abortar cualquier idea contraria al régimen. Y si antes las damas conservadoras con sus maridos ostentando el gobierno, eran capaces de colocar chales en los hombros de las artistas más procaces, los reprimidos señores de negro resultaban más papistas que el papa, metiendo la tijera a toda publicación que tuviera visos de escándalo o provocación sexual. De sus nefastas consecuencias surgió una generación asexuada, que sólo encontró alivio en los lupanares promovidos por el oficio más antiguo del mundo. Años después, apagada la lucecita de El Pardo, surgió de la oscuridad un viejo profesor que indujo a la llamada movida madrileña, a divertirse y colocarse hasta reventar sin mayores responsabilidades personales, y como consecuencia de ello emergieron los cantantes protesta, que presumían de progres mientras el negro conservadurismo hacía atónito la maleta para habitar un monasterio antes que asumir la dirección de la nueva corriente de libertinaje -así denominaban a la palabra libertad-. Con la luz de la nueva era, los resabiados que habían congelado sus ideas, o se habían asilado en países más progresistas, decidieron volver cuando el pestillo de la puerta giró a su favor y se abrió la vía por dónde entrar a poner en práctica sus postulados. Sobrevino aquella Ley de Amnistía General, y pudimos ver salir a la calle en manifestación a nuestros catedráticos, docentes y sindicalistas emigrados del verticalismo reinante, y detrás de ellos una multitud dubitativa que aún no había aprendido a expresarse sin temor a delinquir. Y llegaron las primeras elecciones por sufragio universal, surgiendo siglas de partidos como setas en un monte recién anegado, y desde entonces tenemos el privilegio de opinar, aunque nadie nos haga caso ni verifique una aplicación práctica de nuestros criterios, para abonar el recomienzo de todo.

Y ya puestos en ello, hemos vivido una etapa de gobiernos donde el bipartidismo ha sido la tónica a seguir con los destinos de nuestra cotidianeidad, presidida por rostros que, de un modo u otro, han quedado ya recopilados para la historia u olvidados en una buhardilla apartada de la sede del partido que los apoyó en su día, previendo los réditos posteriores a su candidatura. Más o menos esto último es lo que le ha pasado al candidato socialista Pedro Sánchez, investido presidente con carácter exprés por una serie de concatenaciones políticas imprevistas, capaces de plantear una tesis para concluir en un corolario circunstancial, que funcionará si se recomponen los intereses partidistas de sus aliados, repito, temporales.

Infatigable al desaliento, el candidato recién nombrado se ha aferrado a la razonable consecuencia de las 351 sentencias del caso Gürtel, para conseguir apoyos suficientes para eliminar al correoso adversario, supuestamente artífice del milagro español, que como un Adenauer cualquiera se invistió de aciertos económicos para despotricar de la ansiosa oposición. Con la mesa servida ya, queda la disyuntiva de que los gestos iniciales se conviertan en acciones tangibles, capaces de apear a las falsas ilusiones de una multitud que espera expectante el milagro de los panes y los peces, si es que este pescador consigue hacerlo en el río revuelto de la piscifactoría catalana o vasca. ¿Será otra negativa exprés la aprobación de los presupuestos por el actual dueño del Senado??

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