Me volvió a ocurrir. Una reunión distendida de mesa y mantel con amigos. Pedimos mejillones al vapor y cada uno decía su apetencia para acompañarlos: cerveza, vino blanco? Yo apunté: vino tinto. Hubo silencio, incluso algún comentario con cierta sorna. De antemano, cada uno de los resultados de realizar maridajes (mezcla idónea comida-bebida) tiene su "intríngulis". El maridaje o la armonía es algo así como una quimera intangible -siempre me lo pareció- y si pensáramos en mejillones-vino tinto enseguida nos extrañaríamos, como así fue el caso.

Como está claro que no hay reglas estrictas -ni escritas-, vale resaltar la experiencia, hace algunos años ya, en la que se defendió la combinación de los mejillones al vapor con un vino tinto joven. A priori, una osadía.

Pero tiene su explicación. El molusco contiene grandes cantidades de prótidos que hacen posible tal ensamblaje. Es ciencia. Esas proteínas, digamos, casan con los matices organolépticos de un tinto ligero. Una vez efectuado "el ensayo", casi todos asintieron. La misma carne reventona aceptaba el trago festivo, quizá a modo de vinagreta, en una estupenda ida y vuelta de registros gustativos. Existen conjunciones que pueden estar llamadas al éxito simplemente porque cumplen este concepto: un foie con un blanco francés tipo sauternes.

Otras están basadas en la tradición y se admiten sin más: dígase un pincho con queso cabrales y una sidrina asturiana. No hay que irse a la prehistoria para recordar que en estas tierras se iba a comer pescado o carne, y una viejita guisada podía ir perfectamente con un tinto del Norte o una carne cochino con un blanco del Sur. Mejillones-vino tinto: ¡hagan la prueba!