En mi familia casi todos fueron emigrantes. Y en mi barrio también. El único de los hermanos de mi padre que no fue a Caracas a probar fortuna en medio del empobrecido siglo XX fue precisamente mi padre. Pero por mi casa pasaban todos, de madrugada, a despedirse o a recoger los misteriosos papeles que guardaba mi madre en su cómoda y que les servían a ellos de salvoconductos para su viaje que parecía clandestino.

Yo escuchaba de madrugada esos bisbiseos y debía deducir entonces que el viaje que estaban emprendiendo los que acudían a casa a esas horas debía ser algo peligroso y clandestino. Cuando ya aprendí a leer y a escribir se produjo una historia de otra naturaleza: las mujeres de los hombres que se habían ido a Venezuela a probar fortuna, o a acabar con su mala fortuna, venían a que yo les escribiera las cartas a sus maridos.

Muchas de ellas no habían tenido educación primaria y no sabían escribir, y algunas no se sentían seguras de su escritura. Entonces me dictaban las cartas, todas las cuales empezaban con una salutación optimista: "Por aquí todos bien, gracias a Dios".

Con ese título escribí hace algo más de un año un artículo que puede encontrarse en Internet porque una joven venezolana, que vive en Suiza, tuvo la generosidad de leerlo en su Facebook y lo hizo viral. Ella dijo ahí que se había emocionado con mi artículo. Lo cierto es que todas esas historias que estoy contando, y que conté en ese artículo, me emocionan todavía a mí.

De hecho, me acaba de suceder. Este miércoles vine de Madrid al aeropuerto del Sur. Ante las cintas de las maletas un muchacho de barba creciente, muy joven, me preguntó ahí mismo dónde se recogían las maletas. "Aquí mismo", le dije. En seguida me preguntó por un teléfono público. Él necesitaba conectar con sus parientes, que le estarían esperando.

Me dijo que era venezolano, y en seguida vinieron a mi recuerdo aquellas madrugadas de papeles y secretos, de despedidas, así como las cartas de las mujeres que tenían a sus maridos, felices o penando, en Venezuela. Este muchacho estaba haciendo el viaje inverso. Luego me dijo sus impresiones de lo que pasa en Venezuela, donde "hay de todo y mal repartido". Los detalles de esa situación están todos los días en la prensa; lo que hizo el muchacho fue corroborarlos.

Le dije, claro, que ya no hay teléfonos públicos en ninguna parte y yo mismo marqué en mi móvil el número de uno de sus parientes. Me golpeó mucho su desvalimiento, e imaginé que así debieron sentirse, al llegar a La Guaira, todos aquellos hombres, algunos de los cuales pasaban por mi casa a buscar los salvoconductos u otros papeles que debía guardarles mi madre. Y me acordé de las cartas que empezaban diciendo "Por aquí todos bien, gracias a Dios". Y me hice a un lado, estuve a punto de llorar.

El chico me dijo que se llamaba Manuel Abraham Aguiar, había estudiado algo de fisioterapia y sus parientes le tenían dispuesto un trabajo. Le aconsejé que siguiera estudiando. Cuando me tuve que ir del aeropuerto aún no le había llegado su maleta.

Lo recordé, al día siguiente, en la inauguración de las fiestas lustrales de La Gomera. En un acto al que el alcalde Adasat Reyes tuvo la gentileza de invitarme, distintas generaciones de silbadores evocaron bellezas y palabras de la isla de los barrancos y el verde, y unos gomeros que viven en Venezuela enviaron, en vídeo, sus saludos a la tierra que no olvidan, la tierra de la Virgen de Guadalupe.

Aquellos silbadores subieron al escenario portando las maletas que simbolizan aquellos viajes difíciles que tuvieron la desolación y el mar por testigos y que marcaron el rumbo de una isla, de unas islas, que hace medio siglo se debatía con dignidad y emoción contra la pobreza. Tampoco aquí quise que me vieran llorar.