Desde la actual y absurda proscripción administrativa, que le da otro plus de mérito, el Círculo de Bellas Artes rindió homenaje a una artista de raza y a una mujer de carácter; entiendan la raza como el compromiso capital de la gente sensible con la belleza; y entiendan el carácter como la energía sorda e indesmayable de la voluntad.

Me unen a Elena Lecuona tiempos y actos comunes; sabemos cuánto puede saber el uno del otro y, sin embargo, en cada reencuentro, me trae el regalo de la sorpresa, ese anzuelo sutil con el que, desde sus comienzos, afilió a muchos y muy ilustres críticos a su irrenunciable manera, a su entendimiento peculiar de la belleza.

Debutó cuando el informalismo era la bandera y la pica para arremeter contra el frente académico, expresión de un régimen totalitario y de una sociedad domesticada. Sus inclinaciones y gustos estaban en los primitivos italianos, pregoneros de las glorias del Renacimiento -las anatomías elementales y los rostros lánguidos, tan cerca del misterio como del aburrimiento- y en los osados manieristas, que apuraron las últimas posibilidades de la realidad e inauguraron los habilidosos caprichos que hicieron fortuna en el barroco. A contracorriente, eligió su equipaje formal -siempre con exigente carga figurativa- pero no desdeñó la libertad en el uso de nuevos materiales y misturas heterodoxas, que ponían su trabajo en punto y hora.

En su acreditada solvencia dibujística y en la presencia de una de las paletas más brillantes de nuestra región, la aventura de creatividad y disciplina tiene un valor añadido que la engrandece: atreverse a atreverse. Esto es: rechazar las tentaciones golosas, las seducciones de la moda y las perversiones del mercado y, luego, construir, definir y defender un estilo propio; el estilo como exterior del contenido y el contenido como el interior del estilo.

Con esa fidelidad y muchos siglos de memoria estética, Elena Lecuona aborda sus idealizados y extraños retratos, partícipes de la crítica y la ironía pero, en ningún caso, exentos de ternura; sus naturalezas muertas y resucitadas, tangibles y etéreas, émulas y cómplices del ajuar o armónicos productos de un azar cuidadosamente resuelto, sus paisajes del alma serena, austera o tormentosa. Y, en todos los casos, por sinceridad y brillantez, encuentra elogios, compañías y afectos.