Ignoro si me leen el presidente del Gobierno de Canarias, el presidente del Cabildo, el alcalde Bermúdez u otros patriotas con cargos públicos que entienden de estas cosas de agradecer al que viene de fuera lo que dicen de esta tierra cosas como las que el poeta Joan Margarit escribe de la isla de Tenerife en su más reciente libro, Para tener casa hay que ganar la guerra (Austral).

Tendrían que leer el libro, urgentemente, buscar su dirección, que alguien tendrá, e invitarlo a pasear de nuevo por los territorios isleños, sobre todo por los de Santa Cruz y de La Laguna, que este hombre conoció y amó en su adolescencia y en su juventud y que ahora añora y describe con un amor infinito.

Un amor que lo lleva a escribir, al final de esa memoria transida de dolor y de amor y de añoranza, esta frase para enmarcar, quizá, a la entrada de Anaga: "La Cordillera y la Punta de Anaga, impresionantes una vez más, pero esta vez desde una perspectiva nueva, más desnuda, me despiden de un mundo que me ha acogido, ayudado y respetado. La tierra que más me ha querido".

Es un libro formidable. Desde que leí la descripción que hace Alexander Humboldt de Santa Cruz y de los santacruceros, y de otras partes o ciudadanos de la isla, no había leído con tanto fervor y tanta gratitud una declaración de conocimiento o de amor del alma de los habitantes que son también mis paisanos. Margarit, uno de los poetas más premiados de nuestra lengua y de la lengua catalana, vivió aquí los años más conscientes de su primera juventud. Su padre, arquitecto, su madre, maestra, vinieron a la isla buscando horizontes que en Barcelona les eran hurtados y aquí él se hizo al paisaje hasta la ensoñación. Advirtió en los seres que fue conociendo amabilidad y respeto, escribió sus primeros versos, y adoptó el acento con que hablamos y sentimos los canarios.

He conocido en el mundo pocas personas que hayan conocido este territorio y estas gentes nuestras que luego hayan mostrado, en un libro o en conversaciones, un conocimiento tan exacto y generoso del carácter de los que aquí habitamos. Y no solo el carácter que se expresa en el uso del acento, sino ese carácter que es alma que sólo pueden describir con exactitud los grandes poetas.

El libro es una explicación de su vida; pero es a la vez un retrato de la vida española desde 1938, la fecha de su nacimiento. La guerra civil dejó una profunda huella en España, pero no solo es eso el libro, la expresión de esa huella en él y en los suyos. Es sobre todo una indagación en el reflejo rabiosamente humano, indeleble, que tal contienda dejó en las personas de su generación o más jóvenes, afanados por vivir por encima de la tristeza de posguerra, hundidos en la realidad como si esta fuera de barro y de sangre: Esa es una garra que a todos, también a los que nacimos diez años después, nos devolvió una realidad que solo saben convertir en memoria o sueño poetas tan radicalmente honestos como este paisano, que desde hace tantos años tenemos en el exterior de las islas pensando en ellas.

Es un libro conmovedor que recomiendo vivamente a mis paisanos, y a todo el mundo que a la vez que toca un libro, como quería Primo Levi, quiere tocar a un hombre. La sensación, ya digo, es que escribe de él, de lo que le pasó. En un momento determinado de sus descripciones, sentí que no escribía ni de Margarit ni de los Margarit, sino que describió el alma de varias generaciones golpeadas, en Cataluña y en Canarias, que son los hábitats de su libro, por el alimento maldito de la guerra, el hambre, la destrucción, la nada. Entre los escombros del desastre él halló en Tenerife un paraíso, "la tierra que más me ha querido".

Leer este libro es recibir un abrazo inesperado. Vale 13.95 euros, menos que un medio whisky de los de antes en la Plaza de la Candelaria.