En la noche de mañana sábado, cuando las caras y los sueños de los niños se llenan de luz a la espera de los Reyes, las luces que aún alumbran nuestras calles comenzarán a apagarse.

Cuando se apagan las luces, nos dicen que otra Navidad ha caído del calendario, que todos volvemos a la rutina y dejamos atrás unas fechas en las que, quien más quien menos, de manera inevitable nos miramos a nosotros, a los que nos rodean y recordamos de manera vívida lo que fuimos.

Quizás por todo esto, son fechas que a muchos no acaban de gustar porque, en el fondo, las emociones nos asaltan hasta el extremo de que en Nochebuena el índice de infartos aumenta considerablemente. Un exhaustivo estudio realizado en los paises nórdicos a lo largo de más de quince años así lo indica.

El exceso de comida o de alcohol influyen en estos datos, pero los expertos indican que el aspecto emocional es, en muchos casos, un factor determinante para que el corazón lance un aullido de dolor. Se apagan las luces un año más pero nunca nos acabamos de acostumbrar a la Navidad.

¿Cómo acostumbrarse a la ausencia definitiva de los padres? ¿Cómo no recordar la propia infancia cuando nada te hacia presagiar que el dolor existe? ¿Cómo acostumbrarse a la ausencia del hijo que vive lejos, muy lejos?

Imposible borrar lo que hemos sido y no añorar lo que amamos y no tenemos a mano. Con las luces apagadas y las emociones, aparentemente, dormidas a punto estamos de salir de estas fechas navideñas para volver a la rutina, esa que nos trae de cabeza de un lado para otro; esa en la que nos emboscamos en los wasaps porque no tenemos un minuto para oír la voz de quien nos acordamos.

Esa rutina que en ocasiones nos lleva a la queja o al lamento, pero que cuando se rompe por una enfermedad, un desengaño, un disgusto, una ausencia, se convierte en una especie de paraíso al que estamos deseando volver.

Sean cuales sean las fechas, las celebraciones, los días señalados, soy de las que se abrazan a esa rutina en la que quizás parece que nunca pasa nada, pero no, todos los días por tediosos que puedan resultar ocurre algo. Algo tan espectacular como el amanecer, algo tan misterioso como la caída del sol o algo tan reconfortante como el encuentro con alguien a quien quieres o tan pequeño como grandioso como es el abrazo de un hijo.

Quedan horas para esa rutina. Lo que toca más inmediato es la noche de mañana, la noche en la que llegan los Reyes, en la que la cara de los niños es la representación misma del asombro y por la noche, ya en la cama, escuchan ruidos porque los Reyes están entrando en casa y entonces aparecen los padres para taparles y decirles que deben dormir. Y les acarician con mirada emocionada. Ellos, nosotros, también fuimos niños.

A mis hermanos y a mí, nuestros padres nos tapaban, nos hablaban al oído y nos acariciaban. Colocaban tres copas con jerez y turrón para los Reyes y peladuras de patata para los camellos y así, entre susurros y caricias, entonces, cuando éramos niños, no sabíamos que las luces se apagaban.