Durante tres días, postrada en una cama en un pasillo de urgencias del Hospital Universitario de Canarias (HUC) con la cadera rota, fue un número. El número ocho. Pero detrás de esa cifra había una vida, la de Loli Hernández González, una mujer de 71 años que fue un faro para los suyos, alguien que nunca paró de amar, luchar y aprender hasta que el martes murió en un quirófano. Esta es su historia.

Loli nació en una finca en El Esquilón, en el Puerto de la Cruz, hace 71 años. Tuvo una infancia dura. Era la mayor de seis hermanos y con solo 14 años empezó a trabajar en el Hospitalito de Niños de Santa Cruz. Quiso ser monja para seguir ayudando a los demás, pero su padre no se lo permitió y a los 16 años regresó a su pueblo para trabajar.

Empezó a estudiar por las tardes en La Pureza de María y las monjas le ofrecieron quedarse interna. Pero Loli, en una muestra de generosidad inmensa, renunció a su educación para que la recibiera su hermana pequeña, Luisa, a la que siempre trató como una hija. Empezó a trabajar en la Farmacia de Curbelo, en el Puerto, para poder pagar los estudios de su hermana menor.

En esa época conoció a Goyo García, su marido, con el que se casó a los 21 años. Tuvo tres hijas y un hijo: Conchi, Mónica, Miriam y Víctor. Y también se empeñó en darles la mejor educación posible. Lo logró. Conchi es graduado social; Mónica y Míriam han ocupado puestos de responsabilidad en el sector turístico, y Víctor es licenciado en Educación Física, profesor de Secundaria y Policía Local.

Loli siempre fue una mujer decidida, moderna y muy inteligente. A su edad, tenía ordenador portátil, una tableta, perfil en Facebook y móvil de última generación, con el que "guasapeaba" con su familia. Siempre sabía buscarse la vida para aprender cosas nuevas, como pilates o aquagym, y nunca paró de leer. Devoraba los libros.

También fue una emprendedora. Montó un bazar en los bajos de su casa, en El Esquilón, y durante años mantuvo un negocio que adaptaba a cada momento: en la vuelta al cole era una librería-papelería; en Navidad, una juguetería.

Fue emprendedora en todas las facetas de la vida. Se atrevía con todo. Su marido recuerda que "cogía un taladro y llenaba la casa de agujeros". Sus hijas destacan que siempre estaba dispuesta a ayudar: a cargar cajas en una mudanza, consolarlas cuando las dejaba un novio, coger un avión y plantarse en Lanzarote porque una de sus niñas lo estaba pasando mal, o pedir, con su exigua pensión, un crédito de 12.000 euros para tapar el agujero de un negocio ruinoso.

Sacrificada y generosa, también demostró con sus vecinos su faceta más solidaria. Ejerció de practicante del barrio y, como fue una de las primeras que sacó el carné de conducir, también convirtió muchas veces su coche en improvisada ambulancia.

Su marido, amante de la música y miembro durante 18 años del grupo Tigaray, resume así su historia de amor con Loli: "Me enamoré de ella cuando era un niño; me casé y seguí enamorado de ella; estuvimos juntos 53 años, y el martes murió y aún sigo enamorado". Sus hijas y su hijo hablan de Loli con admiración y brillo en los ojos. Sus dos nietas y sus dos nietos, la adoraban, como el resto de la familia y los amigos.

En 2010 empezó a luchar contra el cáncer. La operaron cuatro veces y se recuperó de cada intervención con una fortaleza sorprendente. Ahora estaba en tratamiento con quimioterapia, hasta que por un resbalón mientras regaba las plantas se fracturó la cadera. La historia de Loli terminó en el Hospital Universitario de Canarias, pero ella era muchísimo más que un número.