"Solo quiero un techo, no pido más". Hace casi dos años que Marisa, de 54 años, dejó a su marido. Lo denunció por malos tratos, obtuvo una orden de alejamiento y comenzó su nueva odisea: rehacer su vida y la de su hija, menor de edad. Empezar de nuevo no está siendo fácil: sufre una discapacidad reconocida de más del 60% -tiene problemas en la médula y en una de sus extremidades- y unos ingresos mensuales que apenas superan los 500 euros. No quiere más ayuda que una vivienda, repite. "Hay muchos pisos vacíos, no tiene que ser tan difícil que nosotras tengamos uno, ¿no?".

Marisa no quiere dar su nombre real. No ha perdido el miedo a que él vuelva y le haga daño. En unos meses se cumplen los dos años que dictaminó el juez de alejamiento y habrá que revisar la orden. Cuenta que en este tiempo no se le ha acercado, pero ha seguido acosándola, con llamadas o intentando contactar con ella a través de Facebook. También con su hija. Marisa lleva encima siempre su teléfono del GRAMU (Grupo Especial de Asistencia a las Mujeres Víctimas de Violencia de Género). La policía puede localizarla solo pulsando un botón.

"Ahora mismo él tiene una orden de alejamiento de dos años que vencerá pronto. No quiero que salga mi nombre ni más datos porque no puedo darle pistas de dónde estoy; he decidido contar mi historia porque necesito ayuda".

Marisa tiene toda su documentación en una carpeta que lleva de institución en institución para intentar solicitar ayudas. Dentro está la sentencia de separación, la orden de alejamiento, el certificado de discapacidad y un documento que acredita que es receptora de una pensión.

Desde septiembre del año pasado, Marisa reside en un piso del Instituto Municipal de Atención Social (IMAS) del Ayuntamiento de Santa Cruz. Vivía en una casa de alquiler y fue desahuciada por impago. "Me subieron la mensualidad y no pude pagarlo". Ocupa una plaza de emergencia que solo permite estancias cortas, pero que el consistorio ha prorrogado en tres ocasiones mientras los trabajadores sociales -asegura el ayuntamiento- han intentado que Marisa encuentre una alternativa habitacional. Eso no ha ocurrido -hay discrepancia entre ambas partes en los motivos- y el 31 de enero ella y su hija tendrán que marcharse definitivamente. Su situación no es, en teoría, "de riesgo inminente", y hay más mujeres con menores a su cargo en exclusión social en lista de espera en los servicios sociales que no tienen ningún tipo de ingresos.

Además de la hija que vive con ella, Marisa tiene otros hijos, que son mayores y que no conocen bien todo lo que ha sufrido su madre con este hombre. Tienen su vida hecha, su propia familia, y no pueden ocuparse de ella. "Es mi problema y tengo que resolverlo yo", repite varias veces mientras cuenta su historia.

Marisa cobra desde hace más de diez años una pensión no contributiva por invalidez y una ayuda a terceros. En total, poco más de 530 euros. Espera por una vivienda, en alquiler social o un piso de segunda adjudicación del Instituto Canario de Vivienda, pero no ha tenido suerte de momento.

La historia de Marisa no es, ni mucho menos, excepcional. Muchas mujeres evitan dar el paso de salir de la situación de violencia de género por dinero. Sin recursos económicos propios -muchas no han cotizado y ni siquiera tienen derecho a una pensión como la de Marisa- o apoyo de sus familiares, tener una vida normal es casi una utopía.

Marisa denunció a su marido por primera vez hace unos años, pero ya había intentado separarse de él en alguna ocasión y él había abandonado la casa que compartían. "Se iba, pero acababa dejándolo volver. Me daba pena".