Con el paso de los años, mi periplo murguero alcanzó, para mis amigos del barrio y para mí, un importante paso adelante en la fiesta. Nos incorporábamos a una murga singular y creada por D. Manuel Bermúdez Pestano (mi padre), no con el ánimo de competir con las demás, pues Los Toscaleños eran como un complemento a añadir a las premiadas carrozas que él hacía, una murga formada por adultos y niños, obligada a concursar en la plaza de toros, para poder recibir la ayuda económica y necesaria para poder realizar la confección de los trajes, pero de pronto nos encontramos allí, junto a las más grandes de la época: La Fufa, Los Diabólicos, La Sol, Si, Do, Si, entre otras más. Recuerdo graciosamente aquel año en que salimos vestidos de algo parecido a un esquimal, emulando a Anthony Quinn en "Los dientes del diablo", lema y fantasía de la carroza, con una chaqueta vieja, forrada con pieles de conejo, que recolectábamos en varios guachinches del norte de la isla. No había quien se arrimara a tres metros de nosotros, y podías ver la murga desfilando por las calles acompañada de una veintena de perros que se agregaban como locos por el olor de aquellas pieles sin tiempo de curtir. O cuando salimos de romanos, con un componente bajito y jorobado que imitaba al Mesala de Ben Hur, subido a una cuádriga tirada por un burro, al que le llegaron a dar de beber vino y otras cosas, y el animal se sentaba cada diez metros que recorría. Culminé mi periplo murguero, dos años en los Triqui-Traques, saboreando la suerte de ser el primer solista de murgas y dos primeros premios, fue llegar y besar el Santo. Las fiestas de invierno se iban consolidando año tras año y pronto aparecó en la escena festera la primera comparsa, Los Rumberos. Al frente, nuestro querido y recordado Manolo Monzón Mingorance, a quien los Carnavaleros, la isla y hasta me atrevo a decir que toda Canarias deben un merecido homenaje, y no menos espectacular que el que se le brindó a D. Enrique González, sin lugar a dudas otro importantísimo baluarte de nuestra principal fiesta. La aparición de Los Rumberos fue espectacular, sorprendió a propios y extraños y hasta se me antoja que fue el detonante para que aparecieran, uno detrás de otro, los grupos o agrupaciones musicales, los coreográficos, nuevas comparsas, las murgas infantiles, etc. Fue como si el público, que se contentaba con observar las máscaras desde la acera, tomase de pronto la decisión de cambiar de espectador a participante en la fiesta, como quien bebe una pócima o un elixir que desprendía en sus notas y bailes aquella pionera comparsa, cantándonos aquel inolvidable "¡Mamá, llévame a La Habana!"