LA VERDAD es que esto de la escritura ha cambiado mucho. Me refiero al hábito de escribir, a la costumbre ya casi perdida de comunicarse con terceros por medio de algo tan simple como un papel en blanco que lentamente se va rellenando con pensamientos, reflexiones o recuerdos que se envían a alguien. Hoy en día, esto del escribir es la mar de sencillo y simple, tal como estoy haciendo en estos momentos, donde una máquina de escribir, que ahora se llama teclado, va imprimiendo lo que uno teclea en una pantalla, con un tipo de letra que no es el propio de cada uno que nos enseñaron en la escuela o el colegio y que el tiempo ha ido degenerando hasta el punto de que a veces no hay quién entienda lo que uno mismo ha escrito, con lo que con el tiempo todos terminamos por tener eso que antes se llamaba "letra de médico", que no entendía sino, si acaso, el farmacéutico. Porque esta bendita máquina tiene nada menos que 174 diferentes tipos de letra y 16 tamaños distintos, para que el que escriba tenga donde elegir, según el tipo de escrito que espera redactar. Será para profesionales, digo yo, que a mí me bastan con dos tipos de letra y tres o cuatro tamaños. Y lo más curioso del caso es que no es necesario verter en un trozo de papel lo escrito, sino que eso mismo que se ha escrito se puede enviar por vía electrónica a su destinatario, siempre que tenga también un aparato de esos que llaman ordenador.

Pero antes no era así, con independencia de que gran parte de las comunicaciones se hiciesen también mediante el teléfono, que tampoco es una cosa tan antigua. Siendo yo niño, eran contadas las casas de amigos y familiares que lo tuviesen, y en la mía, por supuesto, no lo había, y mis padres utilizaban el de mi tío Juan Vicente, que vivía en la casa pegada a la nuestra, en la calle Lucas Fernández Navarro, del barrio de Salamanca, que ha dejado de llamarse General Sanjurjo, como le pusieron durante la guerra, para transformarse por deseo repentino -y aún por esclarecer- del señor alcalde en calle de Los Sueños, como si aquel fuese lugar de residencia predilecto de diputados, senadores y hasta concejales.

Cuando alguien llamaba a casa de mi tío preguntando por personas de mi casa, generalmente por mi padre, la cocinera de mis tíos daba unos golpes en la pared común de ambas cocinas y en la de casa esos golpes indicaban que había una llamada para mi casa y mi padre salía a la calle y se iba a casa de mi tío. Todo muy democrático y familiar.

La manera normal de comunicarse de la gente eran las cartas, con lo cual para algunas personas buena parte del día se invertía en la dichosa escritura, con papel y tinta, que tampoco era usual eso de hacerlo con máquina de escribir, a menos que se estuviese en una oficina importante y le permitiesen usarla a las secretarias, que eran las únicas que sabían escribir con algo más que dos dedos (que es como lo hago yo ahora con el ordenador, que además corrige las faltas).

La escritura simple y mas vieja que Picio (personaje al parecer muy feo) era el método universal de comunicación, y fue una época, la de mi primera juventud ya estudiando en la Península, en la que las cartas de casa llegaban fielmente cada semana, que era como hablar con ellos, si bien las de uno escaseaban bastante debido a los estudios, mentira generosa que escondía las pocas ganas que se tiene en general para no contar sino lo mismo cada semana.

La cosa varió cuando uno se echó novia, que entonces sí daba gusto escribir al menos una vez a la semana, a veces dos, y recuerdo en mi caso salir por las noches con mi entrañable amigo, tan pronto desaparecido, Félix Claveríe desde la pensión donde compartíamos habitación en la calle Madera Baja, de Madrid, cerca de la plaza del Callao, camino del palacio de Comunicaciones (hoy convertido en ayuntamiento por la voluntad del nieto del afamado periodista de entonces, "El Tebib Arrumi") en la plaza del Callao, donde dejábamos las respectivas cartas en el buzón, no en uno cualquiera sino en aquel que correspondía con un país tan alejado como Canarias.

Claro que, he de confesarlo sin rubor, a uno siempre le gustó escribir en una época en que era de las pocas cosas que un muchacho podía hacer. Y no me debía caer mal eso de la escritura. Recuerdo que estando en 6º año de bachillerato, en el Instituto de La Laguna, allá por los años 37 (finales) y 38 (hasta junio), un buen día nos dijo la profesora que nos daba Literatura, y que era la señorita Rodas, que preparásemos para el lunes siguiente una redacción de lo que habíamos hecho en ese fin de semana. Dicho y hecho. Cada uno le presentamos un par de cuartillas con la relación de en qué habíamos invertido el fin de semana, que en realidad no era fin de semana ni nada por el estilo, ya que los sábados también había clase, como había trabajo en las oficinas y en las fábricas. Eso del fin de semana de los ingleses tardaría aún decenios en conseguirse, naturalmente en la época franquista de la dictadura. Al cabo de unos pocos días, la señorita Rodas (que no era precisamente muy agraciada y era hija de uno de aquellos ejemplares conserjes de instituto de entonces, verdaderas autoridades al menos en cuanto a disciplina escolar) nos dice sus comentarios de los relatos, y al llegar al mío me pregunta que quién me lo había escrito. En medio de las burlas de los compañeros de clase, le contesté que yo mismo, y al dudarlo le dije que si quería se lo volvía a escribir, a lo que me contestó que eso era sólo cuestión de memoria. La rechifla fue general. Y me temí que aquello era equivalente a un suspenso seguro, dado lo poco que faltaba para final de curso. Pero me equivoqué totalmente, pues el día en que entregaron las notas en aquellas tan añoradas papeletas me encontré con la puntuación máxima cuando me esperaba un suspenso como una casa.

Pero en aquella especie de competición he de reconocer que yo jugaba con ventaja. Mis compañeros en su inmensa mayoría apenas habían hecho una redacción hasta entonces, mientras que yo llevaba unos cuatro años haciendo varias cada curso en mi colegio, el Paedagogium Teneriffa, de Santa Cruz, que había fundado un anterior director del Colegio Alemán, del que había sido destituido por ser judío; o al menos eso era lo que por entonces se decía. Fue un colegio ejemplar durante los tres o cuatro años que duró, ya que su director falleció cuando empezaba yo 5º de Bachillerato, año que tuve que terminar como libre y en el Instituto de La Laguna.

Era un colegio excepcional, de muy reducido número de alumnos por año escolar, donde estudiábamos Bachillerato, cosa que no hacía el Colegio Alemán, empezando sus clases ya por el 2º año que estudiábamos mi primo Guillermito Cabrera, Lolita Gorostiza, yo y unos pocos más, y también se daba primero y las clases de Ingreso y de 1ª enseñaza, mientras que los profesores extranjeros eran suizos.

Como muchos recordarán en Santa Cruz, uno de ellos era el doctor Max Steffan (que hablaba en latín con el cura que nos daba Religión), al que todos llamábamos Herr Doktor, y que quedó para siempre en Santa Cruz. Una guagüita nos recogía en casa y a ella nos devolvía. Comíamos en el colegio y tres días a la semana se hablaba en el comedor en alemán y los otros tres en francés. Aún hoy canto muchas veces en alemán y francés canciones de aquellos imborrables años. Y había hasta clase de música, donde mis hermanas aprendían a tocar la flauta y se organizaban unos coros con varias voces. Y hacíamos deportes, y gimnasia con un profesor que había sido campeón de boxeo en Dantzig. Y nuestro profesor de Literatura era don Benjamín Artiles, de quien procedía lo de los ejercicios de redacción. Creo que de ahí nació mi afición por escribir, de lo que pienso poder contarles algo más algún otro día, si Dios quiere.