NADA ME HACÍA presagiar que esatriste mañana de aquel día, en concreto de principios de enero, en la que me disponía a dejar otra vez la isla de mis amores para volver a mi lugar de residencia, se iba a convertir en toda una odisea. Y digo bien, pues para comenzar, el vuelo inicial sufrió un retraso en su salida de una hora y quince minutos, lo que, sin duda, y a pesar de permitirme disfrutar un ratito más de la presencia de algunos de mis seres queridos en el aeropuerto, no evitaba el ponerme nerviosa y estresada al presentir que aquello era el principio de un día ajetreado y de jaleo, tanto para mí como para otros miles de viajeros afectados por el disloque de horarios.

Eran las 16:10 horas, cuando el avión tomó tierra en el aeropuerto de Madrid-Barajas. Esa era la hora exacta en la que estaba prevista la salida de la nave que yo debía tomar para la conexión con Bruselas; ahí empezó el quebradero de cabeza. Con la intención de ser trasladada a la instalación portuaria lo antes posible, subí corriendo a la primera de las tres o cuatro guaguas que nos vinieron a recoger a todos los pasajeros a pie de escalinata; no en vano, el Boeing era bastante grande. Todo el mundo tenía prisa y los teléfonos móviles estaban que echaban humo; el tema del día eran los desbarajustes horarios y el nerviosismo se palpaba en la atmósfera. Durante el trayecto, oí más de un "ños" enrabiado, el mío incluido. Cuál sería nuestra sorpresa al ver que la guagua, después de haber recorrido unos 100 metros, se detuvo y comenzó a dar marcha atrás, el mismo camino que ya había hecho; al parecer, el conductor se había equivocado de dirección -algo muy humano- y la corrigió cuando se dio cuenta. Era como si todas las circunstancias se hubiesen puesto de acuerdo para que otras entraran en acción. Una vez dentro del edificio aeroportuario, nos dirigimos en metro hasta la T4, lo que supuso otros 19 minutos perdidos. Cuando llegamos a la puerta del vuelo que teníamos asignado -no sin antes haber recorrido la terminal de un lado al otro completamente extenuados por el cansancio-, nos comunican que ya estaba cerrado desde hacía unos minutos. Imagínense ustedes la rabieta y las ganas de llorar que te entran; la sensación es como haber corrido los mil metros lisos, haberlos ganado y que no te den el premio. De allí, nos enviaron a uno de los desbordados mostradores de atención al cliente. Sin perder la esperanza y como niños que esperan su juguete de Reyes, nos pusimos en una cola de unas cincuenta personas; como ustedes comprenderán, con la ilusión de que nos acomodaran en el vuelo siguiente. Total, cuando nos tocó el turno, el otro y único vuelo en el que podíamos haber ido a destino ya estaba completo. Como consuelo nos "obsequiaron" con una noche en un centro hotelero, logrando con ello, y por casualidades de la vida, que nuestras vacaciones se alargaran un día más. No nos quedó más remedio que ver las cosas desde otro prisma.

El traslado al acogedor hotel corrió a cargo de la compañía aérea. Luego vino la cena-buffet y después de la agradable ducha el imprescindible sueño. Al día siguiente por la mañana, después del desayuno, nos aventuramos por nuestra cuenta hasta el centro de Madrid capital. Recorrimos algunas de sus calles más céntricas e incluso nos dio tiempo de beber un café en la Puerta del Sol. Con el corre y corre llegamos a media tarde de nuevo al aeropuerto; ahora sí vamos a salir a la hora prevista, dije, cuando oí que llamaban a embarcar por megafonía nuestro número de vuelo. Indudablemente, ésta fue una odisea con final feliz.

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