FUE ALLÁ por el año 80 cuando se quiso establecer cuáles eran las diez palabras más importantes del idioma castellano. La elección resultó difícil. La riqueza de nuestro idioma fue el grave obstáculo que debían vencer las personas convocadas a decidir. Aquellos intelectuales, después de largas disquisiciones, convinieron en que detrás de la palabra madre tenía que situarse la palabra amistad. Y tenía que ser así porque, desde siempre, esa palabra ha tenido lugar y significación de privilegio, y de esa realidad hay constancias en infinidad de monumentos literarios.

Empero, debemos definir la amistad. Difícil y complicado empeño. Confieso que de todas las definiciones existentes que conozco, la más exacta, la más hermosa, la que me subyuga más es la del escritor canario, nacido en Las Palmas, Francisco González Díaz, que la define con estas palabras: "Es una hermandad de elección".

Es así. Se elige al igual. Al hermano. Y esta elección, en ocasiones, puede estar por encima de los, a veces, fementidos vínculos de la sangre. Quizá con mayor técnica, Pitágoras defendió que la amistad era "una igualdad armónica". Sin embargo, me quedo con la de Francisco González Díaz, por cierto gran amigo de Leoncio Rodríguez, maestro de periodistas, por la riqueza de matices que atesora.

Así, pues, la amistad comprende en su concepto, además de lo dicho, el desinterés como su rasgo más definitivo.

Creo que la amistad es la más exigente de las relaciones interpersonales. Más que el amor. Más que el odio. Porque la amistad es un sentimiento que exige imperiosamente la reciprocidad. Se puede amar sin ser amado, se puede odiar sin ser odiado. Sin embargo, no es posible ser amigo sin sentir amistad con otro, y que este otro la sienta contigo.

Por lo dicho, creo que es exacto decir: el que encuentra un amigo, encuentra un tesoro. También hay que señalar que es difícil encontrar a un verdadero amigo.