Una de mis pasiones es viajar, por eso si me lo permiten, me apetece compartir con ustedes estas vivencias.
La noche ya hacía honor a su nombre cuando el avión tomó tierra en el aeropuerto internacional de Paphos en Chipre, un aeropuerto pequeño pero moderno. A pesar de lo tarde de la hora -las agujas del reloj hacía rato que habían dejado atrás la medianoche-, una parte de los pasajeros aplaudimos acaloradamente el buen hacer del piloto, que nos había llevado sin apenas turbulencias a destino. Y digo una parte de los pasajeros, porque la otra hasta ese mismo momento dormía a pierna suelta. En la escasamente iluminada cabina se oía de vez en cuando algún que otro ronquido disperso a modo de discreta y "melodiosa" sinfonía aérea. Después de cuatro horas de vuelo, la mayoría de los viajeros salimos de la nave con las piernas algo encogidas y con la enorme esperanza de llegar al hotel lo antes posible. Así fue, en poco más de una hora me rendí ante Morfeo, el irresistible dios del sueño. Sí, ese, el hijo de Hipnos -el sueño- y de Nix -la noche-, en la mitología griega; él me llevó de la mano hasta su mundo onírico en la más dormilona de sus formas.
La mañana llegó de manera sigilosa y sin a penas avisar. Un tímido rayito de sol que se había filtrado por entre las cortinas de la habitación me invitaba a descubrir aquella fuente inagotable de luz, y yo acepté; en cuestión de minutos, el telón que hacía las veces de muralla anaranjada y el amplio ventanal orientado al sur abrieron paso a un sinfín de sensaciones con las que yo me sentí plenamente identificada. Por unos instantes, mientras el sol bañaba mi cuerpo y la brisa me regalaba aromas de pino, salitre y azahar, me imaginé en mi tierra, en el País Canario. La isla de la diosa del amor y la belleza, con su oloroso y lumínico recibimiento, casi había hecho que olvidara mi primer desayuno chipriota, al que por cierto llegué justo a tiempo. Las ganas de encontrarme frente a frente con la historia y la novelería de descubrir dentro de mis posibilidades a esta isla país me hicieron subir a la primera guagua con dirección al Agora o mercado. Durante todo el tiempo que duró el trayecto, la música típica chipriota de profundas raíces griegas no dejó de sonar; sin duda alguna, esto hizo que el recorrido fuera más ameno. Lo segundo en visitar fue el pintoresco puerto de Paphos. Mientras paseaba por su marinera avenida y me acercaba a su castillo o fortaleza medieval, me pregunté a mí misma lo que ya me he preguntado tantas veces: ¿Por qué los canarios no damos el suficiente valor a lo nuestro?, ¿por qué no paramos de una vez por todas esa lenta y dolorosa perdida de cultura e identidad, realzando todo lo que tenga que ver con nuestras costumbres, folclore, gastronomía, etc? Ser simplemente canarios.
La tarde se escondía por momentos y el calor no perdonaba; era hora de volver al hotel. Las casualidades de la vida hicieron que coincidiera a la vuelta con la misma guagua y el mismo chofer, un señor éste bastante simpático que ayudaba con sus "avisos" a los turistas que íbamos en el transporte público a no equivocarnos de parada o de hotel. Cada vez que la guagua hacía un alto, anunciaba el nombre de los centros hoteleros que estaban a la vuelta de la esquina; esto era para evitarles sorpresas molestas a los viajeros de la concurrida guagua, que en un sesenta por ciento éramos turistas. Después de todo fue de agradecer ese detalle, ya que la mayoría no sabíamos exactamente en qué punto teníamos que bajarnos. Después de la bienvenida y cena, el día acababa a orillas de otro mar.