Días pasados, el diario madrileño ABC traía una sencilla esquela por la que se anunciaba el fallecimiento en San Cugat del Vallés, Barcelona, del Excelentísimo Señor Don Alberto Dou i Mas de Xexàs, S. J., académico de la Real de Ciencias Exactas, Físicas y Naturales. Como segundo apellido ponían el de Mas de Xexës, cuando yo siempre había pensado que era Mas de Xexàs, y así lo comenté con mi mujer, si bien el periódico rectificó al día siguiente. Y resultaba curioso que en esa página del ABC, la 69 para ser más exactos, venía también y en varias inserciones la de un ingeniero aeronáutico, académico de la de Ingeniería; es decir, las esquelas de dos ingenieros académicos el mismo día y en la misma página.

En realidad y para mí, se trataba de mi compañero de pensión allá por los años 41 y 42, Alberto Dou, estudiante de la Escuela de Caminos y artífice de mi llegada a dicha pensión en la calle del Prado nº 10, Pensión Amiano, según he tenido ocasión de mencionar en uno de mis escritos de los domingos en este diario. Andaba yo por entonces bastante descontrolado de pensión en pensión a cual peor y mi primo Rabel Lecuona, que terminaba sus estudios en la Escuela de Minas, debió recibir el encargo familiar de buscarme algo más sólido, para lo cual habló con su amigo José (Pico) Torán Peláez, que terminaba a su vez por entonces la carrera de ingeniero de Caminos y profesor mío en la Academia Krahe, donde me preparaba para el ingreso en la Escuela, quien le dijo que un compañero de clase residía en una que parecía adecuada. Y a ella me mandaron, quieras o no. El alumno en cuestión era Alberto Dou y la pensión, la Amiano, de Prado 10. Tanto Alberto como varios de los estudiantes que en ella vivíamos ocupábamos habitaciones en el segundo piso de la pensión al que se ascendía por una escalera de caracol desde el piso principal en la segunda planta del edificio, donde estaban el comedor, la salita con un piano y las cocinas, así como las habitaciones de dueños y del servicio. Y cualquiera que fuese la hora a la que por las noches llegásemos a la pensión, nunca demasiado tarde, ya que la única distracción posible entonces era la ida los sábados a la sesión de la noche de algún cine modestito de las proximidades, y al pasar de vuelta por el pasillo veíamos que la habitación de Alberto estaba siempre con la luz encendida y su inquilino estudiando.

Para nosotros, estudiantes de provincias, al fin y al cabo como él, Alberto era un tipo especial, ya que, por ejemplo, era el único que tenía "smoking" y alguna vez bien que lo vimos con su vestimenta. Físicamente era de estatura mediana, muy fuerte aunque no gordo (grueso, que se dice en plan fino) y hasta atlético. Formaba parte del equipo de hockey de la Escuela de Caminos, por aquellos años en primerísima posición a escala nacional, y en el invierno solía ir a esquiar. O sea, bailarín y deportista, aparte de buen estudiante y que daba clase en una academia de ingreso a la Escuela de Caminos, creo recordar. Lo que todos sabíamos también es que era de una profunda fe católica y que todos los días, antes de ir a la Escuela, iba a misa al convento de los Padres Trinitarios, a dos manzanas de la pensión, en la calle del Príncipe, iglesia a la que solíamos ir también nosotros los domingos. La sorpresa fue cuando al iniciar el curso el año 43 nos dicen en la pensión que Alberto Dou se había metido a jesuita, ya que en el verano habían venido del Obispado o de algún otro estamento eclesiástico pidiendo informes para su ingreso en la Orden de San Ignacio. A todos nos parecía imposible que precisamente Alberto tuviese esa profunda vocación que el Señor reserva para sus elegidos.

A lo largo de los años me fui enterando que el ahora padre Dou había ganado la Cátedra de Análisis Matemático Tercero en la Universidad Central de Madrid, al tiempo que daba también clases en la Escuela de Caminos. Cuando en el año 60 se creó la Escuela de Minas de Oviedo, trabajando yo por entonces en La Felguera, Asturias, los primeros profesores eran ingenieros que trabajaban en aquella provincia y me interesaba y gustaba poder participar en la misma, para lo que acudí a Alberto para la tan corriente y usual recomendación, pero no logré conectar con él, que entonces vivía en la residencia de los Jesuitas de la calle Maldonado, pese a lo cual logré dar clase de Matemáticas en el llamado Curso de Iniciación de la nueva Escuela y luego en primer año de una asignatura que se llamaba entonces nada menos que Química de los Minerales, los Combustibles y los Explosivos. Ya trabajando de nuevo en Madrid y en los años 70 tuve ocasión de acudir al funeral por la muerte de José Torán Peláez, que llegó a ser persona de altísima reputación en la construcción de grandes presas, y sólo después me enteré de que el padre que había oficiado la misa era su compañero de carrera y de curso el padre Alberto Dou.

Esta triste noticia me hace ver que las personas que aquí menciono han fallecido todas. Ley de vida. Y que el Señor haya acogido en su seno el alma de mi muy querido amigo Alberto.

Luego de escribir estas líneas, aparece en el diario ABC del sábado 25 una amplia crónica necrológica obra de los académicos Etayo Miqueo y Galindo Tixaire, donde se ilustra ampliamente de la vida académica y científica de mi amigo de pensión. Así me entero de que Alberto Dou, recién ingresado en la Escuela el 36, hizo la guerra de soldado y de alférez "estampillado", aquel parche negro con las estrellas pertinentes a un ascenso o nombramiento de urgencia, me informo de sus trayectorias de licenciaturas y doctorados en Filosofía y Matemáticas en Barcelona, Madrid e Innsbruck; su cátedra del 55 en la Escuela de Caminos y del 57 en la Universidad de Madrid, sus estudios en Hamburgo y Nueva York, su enorme labor investigadora y docente con más de 100 publicaciones de Matemáticas y otras 150 de Historia de las Ciencias, Teología, Filosofía y Didáctica. Dentro del campo docente e investigador fue presidente de la Real Sociedad Matemática Española, (por lo que espero haya podido conocer a nuestro insigne matemático y compañero de bachillerato Nacere Hayek), decano de la Facultad de Matemáticas de la Complutense, rector de la Universidad de Deusto y del ICAI, doctor honoris causa por otras dos universidades españolas y académico a parir de 1963 de la Real de Ciencias Exactas Físicas y Naturales, donde ostentaba la medalla nº 20 que, entre otros, había pertenecido a don Julio Rey Pastor, nuestro matemático más preclaro, que en el exilio argentino fue profesor de mi primo Carlos Segovia, profesor luego de Matemáticas de la Universidad bonaerense, de la que llegó a ser rector. El artículo cita como objeto de su estudio y atención conceptos como el tiempo y el espacio, la gravitación einsteniana, la cosmología, el origen y el fin del universo, la determinación cuántica versus el libre albedrío, la estructura íntima de la materia y los grandes principios de la física (acción estacionaria, crecimiento de la entropía y la otras flechas del tiempo, etc.).

Todo ello en medio de, según su propia confersión: "La aceptación del ministerio sacerdotal como enviado para la predicación del evangelio" y se nos decía que "no conseguía ver una solución de continuidad entre sus clases de matemáticas y su predicación desde el púlpito". Muchas más cosas menciona este para mí conmovedor artículo necrológico del que recojo los principales datos dentro de una atmósfera de admiración y respeto que me lleva a considerar que he convivido con un sabio y un santo, y ni me he dado cuenta. Él, desde el cielo, donde sin duda estará terminando sus últimos estudios matemáticos, sabrá -y eso espero- echar una mano cuando ello sea menester a este su amigo, al que con su habla catalana muy acusada, casi extranjera, solía llamar tan sólo Pepito.