EL MAR tira de mí desde el origen, desde el día primero de mi aliento, cuando entraba en mi casa su sonido, áspero, alguna vez, como un titán salvaje, pero otras veces con la salada suavidad que sellaba el verano. Saltando con fiereza por "La Crucita", erigida junto al viejo molino desaparecido, o tendiendo su inmaculado mantel de espuma sobre la arena de la pequeña playa, que nació al abrigo de la antañona bahía. ¿Cómo, sin él, podía yo seguir viviendo? Mi casa, otra casa cualquiera que me prestara su cobijo, tendría que estar siempre, perpetuamente junto al salitre. Por mucho que me guste el olor a pino. O el aroma de la tierna hierba, mojada por las primeras lluvias del otoño. Primero, el mar. Primero, la caricia azul inevitable.

Sobre la rada vivía el camino de "Las Adelfas", justo en la primera curva de la carretera. En él paseábamos en la primera juventud; mejor dicho: en los días líricos de la adolescencia, cuando el inevitable aroma de las adelfas aceleraba el ritmo de nuestro corazón. Aunque, probablemente, no. Probablemente no aceleraba el ritmo de nuestro corazón el perfume de las adelfas. Serían otros los motivos.

Un día llegaron los odiosos tractores. Hicieron más ancho el paseo que ya se llamó carretera. Y se fueron también las adelfas, como si se sintieran incómodas en aquel lugar del que había escapado el sosiego. Antes, sólo llegaban hasta el lugar el susurro del mar o el solitario canto del mirlo. Después, con los tractores, fueron otras las sinfonías. Y, como colofón de todos los conciertos, sentó sus reales su majestad el automóvil. Y se acabó el paseo juvenil sobre la rada; una rada triste porque vio cómo perdía a sus amigos de cada tarde, cuando la mirábamos casi con ternura a pesar de su mal genio en el invierno.

Mi calle no tenía tiempo para aburrirse. Había algunas tiendas y muchas carpinterías. Por eso, el olor a madera tierna me acompañaba desde la mañana. Cerca de mi casa vivía una señora que hacía la permanente. Entraban las mujeres con el pelo lacio y salían luego con las melenas ensortijadas. Cuando la permanente dejó de usarse, aquella señora embarcó para Venezuela y la calle pareció más triste. El pan mañanero iba naciendo al lado de la carpintería y yo solía confundir el aroma de la harina tostada en el anticuado horno, con el serrín dorado y la viruta de la madera virgen.

Frente a mi casa estaba el molino del gofio, trepidante el motor y con el humo arriba cubriendo la azotea. Trepidaba el motor a la luz del día y cuando lucían las estrellas. Pero yo estaba acostumbrado porque iba haciendo su juego con la imparable música que dictaban las olas. Quienes viven junto a un estanque dicen que se adormecen cuando inician las ranas el monótono concierto de su croar nocturno. A mí me sigue adormeciendo el mar. Y más ahora, cuando el molino de gofio se fue por el camino de la paz, aunque parecía haber sido inventado para mitigar los días tristes de la guerra.

A mí estas desapariciones me entristecen el alma porque se van con ellas todos los recuerdos de un tiempo que no fue mejor, pero que permanece inevitablemente unido a la memoria.

Un día se ausentaron también, sin haber hecho daño a nadie, las esbeltas palmeras de los dátiles azucarados que caían sobre los jardines de la Plaza de Arriba. Otro día desapareció, sin nocturnidad ni alevosía, sino por las buenas, la pila en la que resbalaban siempre los muchachos forasteros, que terminaban casándose en Garachico porque así lo decía una vieja copla que ya no recuerdo. Otro día, en fin, enfiló el camino definitivo el horno de cal que se hallaba, desafiante en apariencia, muy cerca del abandonado puerto. Demasiadas ausencias para tan corto espacio de tiempo.

No es ya mi calle la que era. Ni tiendas, ni carpinterías, ni pan tierno, ni virutas enrolladas como una espiral indescifrable, ni una señora dibujando permanentes. Hay ventanas cerradas y muchas cristaleras sin cortinas. Y pocos aromas impregnados en las tejas o en los adoquines. En mi calle es dueño y señor el silencio. La vida, un tanto bullanguera, acampa ahora en los alrededores del castillo, donde recibe, a todas horas, el guiño aristocrático de los pétreos escudos seculares.

Ahora sigue adormilándome el mar, donde reflejan su belleza las estrellas.

Y me atrevo a preguntarme qué misteriosa fuerza me ha obligado a escribir estos renglones.