Alguien acaba de escribir que la peor manera de participar en unas elecciones es no votar, con el añadido de que esa forma de participación -de no participación, para ser precisos- es la que usan a menudo los europeos. Y los norteamericanos también, me permito corregir, pese a que el autor de la reflexión es un insigne escritor; de hecho, un icono -ya un tanto momificado, pero símbolo después de todo- para cierto sector de la población hispánica. Más o menos la mitad de los norteamericanos no votan, salvo en el caso de unas elecciones llamativas como las que han llevado a Obama a la Casa Blanca, porque están convencidos de que poco importa en la práctica lo que ellos decidan en las urnas. Al margen de la propaganda progre española, en Estados Unidos sólo hay dos partidos que cuentan: uno muy de derechas y otro también de derechas, aunque un poco menos. Este segundo partido es el de Obama. Pero estábamos en Europa.

Alguien también ha recordado recientemente la idea que tenían los españoles de Europa durante el franquismo. Esa Europa en la que florecía la democracia tras la Segunda Guerra Mundial, si bien eran las flores divididas de un jardín marchito: Alemania había quedado segregada, intentar pasar del Berlín oriental -anunciado por la propaganda izquierdista como uno de los paraísos del proletariado; vete por ahí- al occidental costaba la vida, y detrás del telón de acero el concepto de esa democracia era, ¿cómo decirlo, ¿más popular? Pues eso. Una democracia, en cualquier caso, que debía ser apuntalada con el propio nombre de los países en un vano intento de que fuese creíble; verbigracia, el de República Democrática Alemana.

Esa era la imagen de Europa para la mayoría de los españoles, tanto progresistas como carcas. Una imagen que comenzó a cambiar con el boom turístico de los sesenta. Quienes crecimos en lugares como el Puerto de la Cruz, la primera gran ciudad turística de Canarias y una de las más importantes de España, nos quedamos impregnados con un barniz cosmopolita que siempre resultó de agradecer. Cierto que gran parte de aquel turismo era el espectáculo boquiabierto del bikini y el ligue fácil, al que se apuntaban todos los que podían desplazarse desde cualquier punto de la Isla que no estuviera demasiado lejos. Los "santa", como los denominaba una amiga para indicar su procedencia: Santa Úrsula, la Cruz Santa o Santa Cruz. El turismo portuense de los sesenta, en definitiva la Europa portuense de los sesenta, era eso, nadie lo niega, pero también suponía la modernidad; una forma de vivir que en ese momento le era ajena a este país.

¿Y qué es la Europa de hoy, no sólo para los portuenses y los tinerfeños, sino también para los canarios y todos los españoles? Me temo que simplemente la Europa de las subvenciones. La inscripción "FEDER" en los carteles de las obras y también, cómo no, a la entrada de algunos edificios públicos construidos con dinero del mencionado fondo de desarrollo regional. Nada más. Les deseo mucha suerte a López Aguilar y Gabriel Mato -los únicos canarios que a día de hoy tienen posibilidades de sentarse en la Eurocámara-, pero les anuncio que ninguno tendrá mi voto. Cada vez creo en menos cosas, y la UE como una federación al estilo USA es una de ellas.