Elena Salgado, a la sazón ministra de Economía dicho sea sólo por si alguien todavía no lo sabe, asegura que este año no llegaremos a los cinco millones de parados. De 2010 no augura nada. Deja en veremos la posibilidad de que incluso rebasemos esa cifra. Presume, eso sí, la señora ministra de que se está reduciendo el ritmo en la destrucción de empleo. Consecuencia lógica de la debacle acontecida en los meses anteriores. En el sector de la construcción -y también en el inmobiliario, por qué no- queda poca gente a la que despedir. A eso antes se le llamaba, salvando la distancias y con disculpas anticipadas por lo macabro del ejemplo, la paz de los cementerios. Toda guerra acaba de forma natural cuando ya no queda nadie a quien matar.

De Elena Salgado Méndez, orensana de sesenta años, ingeniera industrial y licenciada en Ciencias Económicas, se han dicho muchas cosas durante las últimas semanas. Sus favorables la califican de tecnócrata muy capacitada a la que le gusta trabajar en la sombra; una mujer con personalidad de hierro bajo una máscara frágil de apariencia engañosa. Para sus detractores es una ministra sectorial y radical. Chocó con su propio Gobierno mientras tenía en sus manos la cartera de Sanidad, ha pasado de puntillas por Administraciones Públicas y ahora le toca enmendar lo que ha dejado Pedro Solbes. No por la incapacidad de su antecesor, pues Solbes tiene una de las cabezas más lúcidas de la economía española, sino por los disparates que Zapatero lo obligó a cometer para transmitir la imagen electoral -y electorera- de que aquí no pasa nada y quien anuncia catástrofes es un antipatriota.

Uno tiene sus dudas acerca de si Elena Salgado, cuya capacidad de gestión está suficientemente acreditada aunque tampoco es nada del otro mundo, podrá actuar por su cuenta o bien, como en el caso del infausto Solbes, tendrá que plegarse a las órdenes de su "talantoso" presidente. De momento parece que se inclina por esto último. Como diría el mago, no me gusta el andar de la perrita. No le discuto su convencimiento acerca de que lo peor de la crisis ha pasado, de que se tocó fondo en el primer trimestre de este año y de que a partir de ahora los datos irán a mejor. A peor, como digo, es difícil imaginarlo; cuando se está en el suelo ya no se puede bajar más. Sí le discuto, empero, que al Estado le quede margen para el endeudamiento, y que ese margen sea nada más ni nada menos que de 150.000 millones de euros sin que nos salgamos de los límites impuestos por la UE; en definitiva, entre el 60 y el 62 por ciento del PIB a finales del próximo año, de acuerdo con unos guarismos que la ministra no atina a precisar con más exactitud, o no quiere ser más explícita. Bien sabe Elena Salgado, como debería saberlo cualquier titular de Economía, que la capacidad de endeudamiento del Estado es bastante elástica siempre al alza. Asunto distinto es quién tendrá que pagar esa deuda. Y cuando digo quién, no me refiero a cuál de los estratos sociales (trabajadores, empresarios, etcétera), sino a qué generación. La España del progreso se ha convertido de la noche a la mañana en la España de una dura hipoteca para los hijos de los hijos que aún tienen padres vivos y sin jubilarse. En cuatro palabras, endeudados para muchos años.