HAY QUIENES me han enviado correo electrónico en el sentido de que, si en mi último artículo publicado la semana pasada indagaba en la necesidad de un cambio de modelo económico, por qué soy tan reacio en admitir un cambio en la estructura social de nuestro país. Siento de veras no haberme explicado bien: soy de la opinión de que el actual modelo económico nos ha conducido -al menos a una mayoría de la sociedad- a una regresión alarmante en nuestras condiciones laborales y económicas, lo que nos ha llevado a constituir una sociedad dual, implacablemente injusta y desigual, que ha terminado por descohesionarla.

Pero esto no tiene nada que ver con la pretensión de este gobierno de izquierdas que intenta cambiar nuestra estructura social -usos, costumbres y tradiciones- a base de imponer leyes, normas y prohibiciones que condicionen nuestra forma de ser e incluso de pensar. No se puede cambiar una sociedad a base de decretos-leyes; entre otras razones porque cuando chocan la tradición y las costumbres con el muro de la ley, éste siempre termina resquebrajándose por los resquicios de la razón.

Esta izquierda que nos desgobierna aún cree en la idea jacobina de que la sociedad debe estar supeditada al Estado que ellos mismos convierten, normalmente por su inoperancia e irresponsabilidad, en un Estado benefactor, al que todos hemos de estar agradecidos. Creen demasiado en el peso de la ley y en el poder establecido, y demasiado poco en la hegemonía y en la libertad individual de los ciudadanos. Demasiado en la comuna y muy poco en la familia. Les encanta prohibir e imponer los derechos de las minorías por encima del bien común.

Más les valdría reducir el peso y el tamaño del Estado, poniendo y facilitando los medios y los procedimientos para que se sigan prestando los servicios públicos adecuados, sin preocuparse tanto de quienes los prestan o facilitan, ya que lo que realmente importa es combatir las desigualdades sociales. Menos hacer política de gestos y más acción. Menos política de fuegos artificiales y más concreción en la búsqueda de los cauces y los procedimientos para proteger a los más desfavorecidos; que no es precisamente a través de las subvenciones y el mantenimiento del clientelismo funcional.

Ya es hora de que Zapatero se deje de hacer progresismo de izquierdas, en el sentido de pretender cambiar nuestros hábitos y costumbres, que para lo único que sirve, dicho sea de paso, es para soliviantar aún más si cabe a una sociedad paralizada por la desesperanza y la melancolía de no tener un trabajo que les reporte dignidad y algo de dinero para sacar a la familia adelante, y se preocupe un poco más por hallar un consenso político y social entre todos los agentes implicados en esta crisis. La sociedad española actual no está para florituras ni para estar aguantando cómo los partidos políticos se arrojan unos a otros sus propias miserias enmarcadas en el "y tú más", en vez de posicionarse en una defensa unívoca en contra de la corrupción, ya sea ésta de partido o individual.

Otros valores y otra política pueden y tienen que ser posibles para intentar salir de esta crisis, no sólo económica sino también política y moral, por la que atravesamos. Sólo existe una ética y una moral -en contra de lo que pregona la izquierda-, que tiene que manifestarse en la vida social y personal, pero también en la vida laboral como instrumento de un comportamiento humano. Es cierto que para que esto tenga algún valor debemos entender, o al menos respetar a quienes así lo creen, que el ser humano se mueve impulsado por un referente moral y/o espiritual que toma como verdad suprema; de lo contrario, negar esta posibilidad -como de hecho lo hace la izquierda- es negar la noble aspiración de toda persona a conocer la suprema verdad.

No obstante, en una sociedad democrática y plural, todos los ciudadanos debemos aceptar, independientemente de nuestras creencias religiosas o ideas políticas, los límites que la propia convivencia democrática impone, así como el respeto por los derechos humanos y el principio de igualdad. Por consiguiente, sería profundamente injusto tener que aceptar como "progresista" cualquier conducta, costumbre o norma, ya sea religiosa o no, que atente contra los derechos humanos y/o la dignidad de las personas. Lo que sí es evidente, y la izquierda no está por la labor de aceptarlo y respetarlo, es el reconocimiento explícito de que todo individuo tiene el derecho de mostrar abiertamente su identidad personal tal cual, incluyendo sus rasgos identitarios, étnicos, políticos o religiosos. Lo demás es querer inmiscuirse en la propia conciencia de los ciudadanos.