DURANTE los trece años en que gobernó Felipe González -aquellos en los que España iba a cambiar tanto que no la reconocería ni la madre que la parió-, el déficit público creció hasta el 6% del PIB. El PP empleó dos legislaturas en reducirlo a cero y conseguir un pequeño superávit. Exactamente los ocho años que median entre 1996, cuando Aznar ganó las elecciones generales por primera vez, y marzo de 2004. Mes y año aciago para este país por los atentados terroristas de Madrid y por la victoria de Zapatero. Y subrayo la victoria de Zapatero, no del PSOE, porque en la izquierda española hay cabezas muchísimo más sensatas que las del actual presidente del Ejecutivo. Cabezas, dicho sea de paso, que no salen de su asombro ante lo que está ocurriendo.

Las previsiones más optimistas señalan que dicho déficit público rondará en España el trece por ciento del PIB a finales de este año. De ese guarismo, un diez por ciento corresponderá a la Administración del Estado y el resto a las diversas administraciones periféricas; que no son pocas. La situación en Europa, de forma concreta en la eurozona, también se ha deteriorado mucho. Sólo Luxemburgo, Finlandia y Chipre tendrán en 2010 un déficit por debajo del 3% del PIB, límite que impone la propia unión monetaria. Esto según las previsiones de la Comisión Europea. Los datos del FMI son más pesimistas. De acuerdo con las estimaciones de este organismo, ninguno de los socios comunitarios cumplirá tal requisito presupuestario el próximo año. En el caso concreto de España, el déficit público alcanzará 9,8 por ciento según la CE, y el 12,5% según el FMI, aunque esas eran las previsiones de hace unos meses; los números más recientes, como señalaba antes, son peores. Eso sí, nos cabe el consuelo de que Irlanda estará peor que nosotros. Esa Irlanda del gigantesco crecimiento en los últimos años, envidia de sus vecinos comunitarios, convertida ahora en un claro ejemplo -uno más- de que las economías basadas en los servicios van muy bien cuando la situación es buena, pero se desploman con estrépito a las primeras de cambio.

Para hacernos una idea de lo que nos ha sucedido en los últimos años, y también lo que nos está pasando ahora mismo, cabe imaginar la economía personal de un trabajador que predecible un salario de mil euros. A ese señor lo llama el director del banco a través del cual cobra la nómina y le dice que está en condiciones de adelantarle el importe de una mensualidad sin gastos financieros o, en la más desfavorable de las situaciones, con unos intereses mínimos. Al trabajador le encanta que, aun ganando sólo 1.000 euros, pueda disponer de 2.000. Eso le encanta a cualquiera. Sin embargo, la bicoca no acaba ahí. El mismo director bancario le anuncia, igualmente, que puede disponer de un crédito adicional de otros mil euros asimismo con intereses muy llevaderos. Pronto el trabajador se hace a la idea de que ya no es un pobre mileurista, sino un empleado bien cotizado que percibe la respetable suma 3.000 euros mensuales.

Un planteamiento de este tipo es tan absurdo como descabellado, eso huelga aclararlo, aunque ello no impide que se haya repetido una y otra vez durante los últimos años. Todavía tengo en mente una oferta para salir de vacaciones y luego pagarlas en dieciocho cómodas mensualidades; es decir, cuando al año siguiente llegue la hora del asueto estival, al sujeto -casi siempre a una familia entera- todavía le quedarán seis cuotas que abonar del veraneo pretérito. Sobra aclarar que antes o después, aunque más bien pronto que tarde, el incauto deberá devolverle al banco esos 2.000 euros adicionales. Tarea un tanto ardua -habida cuenta de que sólo cobra 1.000- que se torna en imposible si se queda en paro.

A España le está sucediendo como país lo que a muchos de sus habitantes como personas: el Estado se está endeudando irresponsablemente para sufragar el paro y se está quedando sin empleo en forma de empresas que, agotados sus recursos, echan el candado sin mirar atrás; o simplemente se van con la música a otra parte. Pero no a lejanos países para explotar una mano de obra barata, sino simplemente a Francia -lugar donde los salarios son más altos que los españoles- por la trivial circunstancia de que allí la electricidad cuesta menos. Francia tiene un montón de centrales nucleares; muchísimas más que nosotros, porque aquí cuatro progres se han empeñado en ganar la batalla de la absoluta desactivación atómica. O de que no se construya el puerto de Granadilla para salvar unos hierbajos submarinos que crecen a mansalva por doquier. Si esos cuatro progres no viviesen al seguro calor de un sueldo público quizá pensarían de otra forma, pero de momento viven al seguro calor de un sueldo público. Ya veremos en cuánto tiempo, y con quién en la Moncloa, retornamos a ese déficit límite del tres por ciento del PIB. O, lo que es equivalente, cuánto tiempo más vamos a seguir pensando que no ganamos mil euros sino tres mil, tanto en el ámbito personal como en el colectivo.