1.- Defendía el otro día, en esta columna, la vida de un pollo cantarín que vive en una azotea de la Rambla; y abogaba porque no se lo comieran en Navidad los negros a cuyo cargo está. Un señor octogenario, vecino de la zona, me escribe un correctísimo y desesperado e-mail para advertirme de que no crea en aves preñadas, por decirlo de alguna manera. Resulta que el gallo de marras, que canta a destiempo, dado el destartalamiento de su habitáculo y la oscuridad y claridad que recibe, umbrías y luces mitigados por las rendijas de su aposento, tiene alterados a los vecinos. Sobre todo a los ciudadanos que, como este señor, han llegado felizmente a una edad provecta y tienen frágil el dormir. Porque si el gallo cantara al amanecer, como todos los gallos desde , y aún antes, pues vale. Pero es que el animal anda no poco desorientado y alza el cogote a cualquier hora del día y de la noche y pega a emitir sonidos que sólo él -y los negros a su cargo- entienden. La cosa ocurre en un edificio abandonado de la Rambla, creo que en el número 44, en donde se encontraba la clínica del doctor Juanito Bethencourt, de tan grato recuerdo para mí. Me cuenta el señor de la carta que por los contornos pulula -y seguramente habita- una señora trastornada que coloca pasquines en las paredes con la siguiente leyenda: "No se coman a los animales, que son nuestros hermanos". No sé si es la misma loca que echa de comer a las ratas en una alcantarilla de la calle Benavides y que explica a los viandantes que quieren escucharla que el fin del mundo está próximo -el mago siempre alude a la fecha como "la" fin del mundo- y que los roedores nos salvarán del caos. ¡Dios mío, cómo anda Santa Cruz!

2.- Volviendo al asunto del ave de corral, el gallo, como recibe luz parcial, tiene el coco pa´llá. Y canta a las cuatro de la madrugada y deja sentados en sus camas a mi octogenario comunicante y a un centenar más de habitantes de la Rambla con el sueño frágil. Dicen que el aposento del gallo es un poema: sucio, dando mal olor y conviviendo el animal con perros, gatos y gallinas. Y moscas, muchas moscas. Hombre, ya la cosa cambia. Yo había escrito un artículo bucólico, lírico, sobre el gallo incrustado en Santa Cruz como una reminiscencia aviar de lo que fue la ciudad, que tenía tanto de campo en el antiguo Paseo de los Coches, luego entregado su nombre al general y ahora, por mor de la correspondiente zerolada, desmilitarizada, vieja y entrañable Rambla. Pero, claro, un gallo que picotea en los restos de un síndrome de Diógenes es otra cosa. Porque yo entre la inquietud y la salud de los vecinos y la vida del gallo no sé ahora qué decir y se me da que el animal, más temprano o más tarde, acabará en la olla exprés.

3.- Por lo tanto, animo al sargento de guardia de la Policía Local, a la UNIPOL, a los Geos, a los artificieros de la Policía Nacional y a los laceros municipales, gente muy entrenada toda ella, a que consigan la correspondiente autorización y salgan a la caza del gallo que canta a deshora. Podrían rescatarlo del mal ambiente y enviarlo a un refugio de animales, o quizá soltarlo en Anaga, con sus gallinas, para su solaz, en paraje más bucólico, limpio y exento de colchones viejos, cajas de cartón y otros desperdicios que conforman hoy su hábitat. Esta aventura aviar me está quitando no poco tiempo y produciéndome una extraña desazón, impropia de la alegría de estas fiestas. Así que daré por zanjada la cuestión, esperando haber estado a la altura de lo solicitado por mi amable comunicante, que se confiesa muy lector de esta modesta sección, que a veces me trae no pocos quebraderos de cabeza. O mamaderas de gallo, en este caso.

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