CREO recordar que más de una vez he escrito sobre Sacha. Si su propio nombre evoca otras tierras, otras lenguas, otras vidas; una cultura distinta y distante que se asienta en el misterio de un viaje extraordinario, su imagen -rubio como el sol, de piel blanca anacarada y de ojos de un inmenso azul de mar- recuerda a la de un príncipe de un cuento cuya historia se está todavía forjando, entre deseos y anhelos de quienes lo queremos, y de una realidad aplastante y fría, a veces, cruel, que se mantiene a flote en contra de nuestros propios deseos.

Sacha constituye un regalo de Dios. Una ventana que un día se abriera en nuestras vidas, por donde penetró a raudales un vendaval de aire fresco y perfumado, que impregnó de color y de esperanza nuestro inmediato presente, y nos pinceló un futuro maravilloso que aún estamos por descubrir. Quisimos darle pensando que no tenía nada y resultó que nos regaló más de lo que nosotros creíamos poseer: risas, juegos, aventuras, calma, otra forma de medir y contar el tiempo, otra manera de ver y de interpretar el sentido y el valor de las cosas, miradas, silencios, sorpresas y sentimientos.

Era incomprensible cómo tanta dulzura y alegría podían caber en un cuerpo tan menudo y frágil, que se debatía infructuosamente por vencer unas terribles secuelas -como afectado del accidente nuclear de Chernobil le dolían las piernas y se sentía casi siempre fatigado y débil-, y lo hacía con resignación, como recordándonos a los que lo queríamos aquellas palabras de Gandhi: "La vida persiste siempre en medio de la destrucción. Es la prueba de que hay una ley de la vida superior a la de la destrucción. Es lo que hace inteligible el orden de la sociedad; es lo que hace a la vida digna de ser vivida". Y así convivimos con él a intervalos de tiempo, de ausencias y esperas, de llegadas y alegrías, para más tarde derramar lágrimas en los adioses de las tristes despedidas. Pero, más tarde, mi familia comprendió que, más que analizar nuestra tristeza en función de una realidad inamovible, ya iba siendo hora de vivir la vida aprovechándola al máximo en cada soplo de aire que nos traía Sacha; no sólo con su presencia cada vez que nos visitaba, sino, sobre todo, con su recuerdo cuando temíamos por su futura ausencia.

Pero un buen día de un infausto 2008, un mensaje escueto de teléfono nos comunicaba una ruptura impredecible, traicionera, terriblemente amarga y desoladora que todos tardamos en comprender, que no en aceptar, de una relación que había durado más de siete años, donde se fraguó mucho más que unos simples sentimientos familiares. Sacha nos había calado tanto y tan hondo que tanto su segunda familia como él -nos llamaba como la "tía" Pilar o su singular "padrino" Patricio- nos resistimos a aceptar que aquel silencio frío y traicionero, como los inviernos que él pasaba en su aldea de Ozdiatichi, en la región bielorrusa de Borisov, nos terminara de traspasar el corazón. Sobre todo el de mi mujer. ¡Qué no haría una madre por lograr entender lo que la razón y su corazón se negaban a aceptar sobre la ruptura silente de un hijo -aunque éste fuera de acogida-, en el sentido de esclarecer unos hechos que no sólo no estaban claros, sino que no la dejaban vivir, porque sabía que Sacha jamás nos habría "abandonado" sin, al menos, habernos dado una somera explicación!

Y como siempre suele pasar en estos casos o en otros similares, donde el poder de los sentimientos siempre se sobreponen a cualquier barrera, ya sea idiomática, organizativa, funcionarial, legal, lejana u obscurantista; en donde nadie quería, ni quiere, saber absolutamente nada; donde todo son trabas y excusas, especulación y suposiciones sobre nada menos que la vida de un niño, nuestro Sacha, la "madre española", siguió insistiendo, día a día, por todos los canales posibles hasta el final. Y esta Navidad, como si se tratase de un regalo a la persistencia y al amor incondicional de una madre, por fin, en una de las miles de llamadas que hizo durante todo este tiempo a Bielorrusia, escuchó su voz.

La recompensa siempre suele satisfacer cualquier sacrificio, pero esta vez la satisfacción se desbordó en alegría y suspiros; en querer comérselo a besos a través del auricular, el cual estrujaba con fruición, pidiéndole unas explicaciones que se le agolpaban en la garganta sin apenas dejarla hablar. El primer "mami" la hizo llorar desconsoladamente ahogando un tiempo precioso que sabía que probablemente no volvería a tener. Habría querido que el tiempo se hubiera detenido para poder exprimir esa sensación de euforia por escuchar de su Sacha, su medio olvidado español. Al final, como todos supusimos, las circunstancias de una vida dura y no siempre grata en un ambiente y en una sociedad que permanece alejada de la nuestra en sentido, tiempo y oportunidad había provocado que no pudiera venir más con nosotros. Al principio, tenía que alternar sus estudios con la tarea del campo ayudando a sus padres y hermanos; más tarde, asistió durante una serie de meses a "curarse" a una especie de balneario, donde compaginaba los estudios con el cuidado de su salud. Finalmente, lo metieron en un colegio interno en Borisov, de donde apenas si salía para ir a su aldea. Además, había perdido nuestro número de teléfono y no pudo llamarnos. En fin, la vida a veces es cruel con los que menos tienen; supongo que por eso les cuesta tanto ser felices. Pero nosotros lo somos un poco más porque sabemos que, al menos, él nos recuerda y hemos logrado hacernos un hueco en su corazón. Que Dios lo bendiga y le traiga este próximo día de Reyes nuestro inquebrantable aliento.